miércoles, 29 de abril de 2009

Con tu cara de pena

Te encuentro cada día sentada en el suelo a la puerta del supermercado, con tu cara de pena y tu cartel lleno de faltas en el que tratas de contarnos tu actual situación. Adoptas siempre una postura recogida y un ademán desvalido que pretenden infundir compasión. Apenas levantas la mirada cuando alguien te echa unos céntimos, así que nadie sabe si sientes algún agradecimiento o es que lo ves como algo obligatorio para nuestras conciencias de anfitriones ricos. No sé tu nombre ni de qué país has venido, pero vas a permitirme que te convierta en un símbolo y que tome la parte, que eres tú, por el todo, que son los millones de personas que están aquí en las mismas circunstancias que tú.
Mira, yo creo que podría entenderte. No resulta difícil imaginar lo que debe de ser una vida sin grandes horizontes, sin un futuro que entregar a tus hijos y con la esperanza reducida a un presente perpetuo de ausencia de ilusiones y a una roedora sensación de fracaso vital. Y más cuando te han dicho que ahí, no muy lejos, todo eso puede cambiar. Así que decidiste seguir la estrella. Seguramente malvendiste lo poco que tenías o hipotecaste unos cuantos años de tu futuro en un préstamo que te anticipó quién sabe quién, y emprendiste el viaje hacia la seductora perspectiva, posiblemente sin preocuparte de ningún formalismo legal. Sólo tú sabes qué te habías imaginado. Sólo tú sabes qué grado de confianza albergabas en tus capacidades personales para sobrevivir en la nueva sociedad de acuerdo con tus expectativas. No sé cómo era tu vida antes, pero la realidad es que ahora estás aquí sentada en el suelo, al frío del tiempo y de la indiferencia, viviendo de la voluntad ajena y con una expresión en tu rostro que seguramente ni tú misma reconoces. No te extrañe que alguien te pregunte si no te merecería la pena volver a donde estabas, a tu rincón del mundo, donde podías hablar y llorar con los tuyos; a tu pueblo, donde vivías pobre pero vivías de pie.
No puedo adivinar qué piensas de nosotros ni en qué grado ni a causa de quién han fallado tus previsiones. Por lo pronto has encontrado sanidad gratuita y educación para tus hijos también gratuita; quizá estés en algún programa de integración o en algún plan de atención integral, y puede que hasta en alguno de esos organismos que se han creado especialmente para vosotros te informen de algún otro derecho que ni siquiera conoces. Pero no puedes exigir que todos tengamos la obligación de verte con el corazón rebosante de amor fraterno. A esa señora que siempre te miraba con una sonrisa amable, unos compatriotas tuyos le robaron ayer el bolso con todo lo que tenía; y ese joven que pasa ceñudo a tu lado y que a su edad todavía se ve obligado a vivir con sus padres, sabe que seguramente le costará más trabajo que a vosotros acceder a una vivienda oficial; y ese señor, que también en su día fue emigrante, te compara con su propia experiencia y no consigue encontrar nada en común.
Mira, alguien te ha echado unas monedas en tu caja; quizá hoy te alcancen para comer. Pero ¿te basta con eso?.

jueves, 23 de abril de 2009

Ese hermoso objeto llamado libro

Hace hoy 393 años, en una modesta casa del ahora llamado barrio de las Letras, el barrio literario por excelencia de Madrid, terminaba la azarosa y cansada existencia de Miguel de Cervantes, puesto ya definitivamente el pie en el estribo y echada la última mirada a esta tierra, que nunca le dio gran cosa, con la misma media sonrisa de siempre. Los caprichos del calendario actual hicieron que ese día sea también el de la muerte del otro gran visionario de lo humano, más afortunado y más distante que don Miguel, aunque no más trascendente: William Shakespeare. De ahí que las cabezas pensantes y decisorias de la cultura actual no hayan tenido que hacer demasiado esfuerzo para elegir una fecha que diese carácter definitivo y universal al Día del Libro, aunque hay que reconocer que han tardado lo suyo. Hoy, pues, es el día de los buscadores de pensamientos ajenos, de los que creen que sin imaginación no puede vivirse, de los que necesitan dar siempre otro paso en el camino del conocimiento, de todos los amantes de ese pequeño, sencillo y hermoso objeto que llamamos libro.
Existen muchas razones para acercarse a un libro; cada lector tendrá la suya en función de su propio esquema interior o de su estado de ánimo o de su bolsillo o del día que haga, pero fundamentalmente se lee por alguna de estas tres causas, o por las tres juntas: para adquirir conocimientos, por el placer de disfrutar de un goce estético o simplemente por la búsqueda de un mero entretenimiento. Ningún otro objeto es capaz de tanto.
Leer es ante todo un acto creativo, que consuma y otorga sentido a la labor del escritor. Un ejercicio continuo de imaginación, mediante el que se presta sentimiento y color a las palabras muertas de la página; en el libro, las caras, los gestos y los paisajes son como nosotros queramos que sean, no como quiera un señor de Hollywood. La lectura involucra nuestro subconsciente de tal modo que nos hace vulnerables ante el autor; de ahí que nos sintamos a gusto con los autores que comparten nuestros puntos de vista. Esas otras vidas que a todos nos gustaría vivir, ese ultramundo en el que las situaciones no son las cotidianas con su tediosa carga de planitud, la grandeza de una ficción que puede transformar una situación de ánimo proporcionando refugio y seguridad, todo eso y más se encierra en las humildes páginas de ese libro que tenemos a nuestro alcance en la biblioteca sin pedirnos nada a cambio.
Que el no lector intente hoy, aunque sólo sea en homenaje al viejo manco que hizo universales nuestras letras, tomar un libro y adentrarse en el incierto y gozoso camino de su interior. Y si me permite otro consejo, que lo haga guiado por su instinto o por la palabra de un buen amigo, no por las listas de ventas, que más bien reflejan los méritos de los técnicos de mercado, ni por los nombres de moda, que a menudo tienen más que ver con motivos extraliterarios que con la realidad de su obra. No; que no se guíe más que por sí mismo y, en todo caso, por la selección que ha hecho el tiempo: ahí tiene a los poetas y novelistas de siempre, que los hay para todos los grados y necesidades, desde la exótica aventura hasta la palabra profunda, y desde el ripio festivo hasta el hondo poema místico.
En medio de este vendaval de repertorio iconográfico en que se ha convertido la cultura actual, cuando aquel tan manoseado como falso dicho de que una imagen vale más que mil palabras se ha elevado ya a la categoría de axioma, el viejo libro continúa manteniendo su bien guardado sitio, porque su gran poder consiste en hablar, no a un sentido, sino directamente al entendimiento. Es decir, como hablan los dioses.

miércoles, 1 de abril de 2009

El debate del aborto

Vaya por delante que uno tiene como firme premisa de lo que va a escribir que la decisión de abortar es un hecho traumático y doloroso, que no se toma impunemente ni puede enterrarse en el olvido, porque en cualquier momento, ante una mirada, ante una añoranza, ante un simple paseo por un parque infantil, aparecerá con su factura. Y también que nunca caerá en la osadía de juzgarlo, no sólo porque no es nadie para ello, sino porque pertenece al ámbito más íntimo de las conciencias, allí donde prescriben todos los derechos ajenos y donde, en definitiva, se dicta la sentencia que premia o castiga nuestras acciones. Opinar sobre algo que no se ha vivido puede ser un brillante ejercicio dialéctico, pero también un atrevimiento despiadado. ¿Cómo entender cada circunstancia personal, la angustia de la indecisión previa o el desasosiego que seguramente se ha instalado en las noches y los días?
Lo que sí cabe es opinar sobre los argumentos digamos externos, esos que aducen, a veces casi como dogma de fe, tertulianos, políticos, periodistas y expertos de toda laya. Por ejemplo, uno oye decir a esa chica que hicieron ministra de Igualdad que el aborto es una ideología. Hay que ver, ministra. Debe usted hacer un esfuerzo por disimular su menguada formación. Por lo visto nadie le ha explicado que amparar bajo el manto ideológico cualquier actuación resulta inquietante. Ideología tiene el asesino del coche bomba y por ideología mataron los terroristas de los trenes y las torres. Si ideología viene de idea, resulta claro que todo lo que hacemos responde a ella.
Y oye también afirmar a una señora muy segura de sí misma que eliminando a un recién concebido no se quita ninguna vida y la pregunta es obvia: entonces ¿por qué crece el feto?. Vale, pero hay que respetar la decisión de la mayoría. Claro, pero ¿cabe decidir mediante una votación cuándo se puede considerar a alguien un ser humano?. Porque el desarrollo no tiene apartados; fluye de forma continua, y cualquier línea divisoria que se le ponga no es más que puro convencionalismo establecido a conveniencia. Pues en cualquier caso siempre ha de ser una decisión de la madre. O sea, que el padre no tiene nada que decir sobre la eliminación de su hijo.
Y además, se oye, es una medida progresista. Etimológicamente progreso significa ir hacia adelante, así que resulta difícil aplicarlo a un hecho que se practica desde la noche de los tiempos. Ya las sociedades más antiguas utilizaban hierbas y mejunjes abortivos, cuando no el expeditivo método de la aguja, así que habrá que poner en cuestión el término. En todo caso, cortar un desarrollo no es nada progresista, como no sea que se equipare a una enfermedad. Y queda por explicar cómo es posible que una chica de dieciséis años, que no puede comprarse una cerveza sin permiso de sus padres, vaya a poder abortar sin que ellos lo sepan, con lo que se les puede privar de la posibilidad de ayudarla.
El debate irá para largo, como siempre ha sido, pero al menos sepamos discernir la categoría de los argumentos. Que hay mucho sofista interesado suelto por ahí.

miércoles, 25 de marzo de 2009

Vocabulario apócrifo

ATAPUERCA: Patria añorada de algunos nacionalistas.
AUTOMOVILISTA: Presa indefensa sobre la que alcaldes y gobiernos caen como buitres para arrancarle a picotazos todo lo que pueden.
CAZA: Actividad que consiste en matar animales que viven en libertad, practicada por unos señores que afirman estar más enamorados que nadie de la naturaleza.
CRISIS: Espectro siniestro del que se desconoce su origen y, lo que es peor, sus conjuros, y que nos muestra cada día su rostro aterrador ante la mirada paralizada de nuestros gobernantes.
DISCURSO POLÍTICO: Distancia más larga entre dos puntos.
ESPAÑOL: Segunda lengua de comunicación del mundo y una de las principales de la historia de la humanidad, algo que se sabe en todas partes menos en las cavernas nacionalistas.
FAMOSO: Antónimo de importante.
IGUALDAD: Lo que aspira ahora a tener el hombre con respecto a la mujer.
INÉDITO: Aplícase a aquello que aún no ha dado muestras de su existencia, como la música de las estrellas o el ministerio de la Vivienda.
JUSTICIA: Hermosa doncella que ve cómo su máximo esfuerzo ha de consistir en resistirse a ser violada por la política.
LLINGUA: Criatura de condición híbrida, nacida de un largo y costoso proceso de fecundación in vitro.
MISTERIO: Hecho o situación fuera de toda comprensión racional, como, por ejemplo, por qué un niño es incapaz de rodear un charco o para qué sirve el Senado.
NACIONALISTA: Curioso tipo humano, en búsqueda perpetua del arca perdida de la tribu.
NEGRO: Sustantivo arrancado de cuajo del diccionario de los cursis y progres. Dícese lo mismo de moro, gitano, preso o amante. Como mucho, aún se usan como adjetivos.
PODER: Punto donde tienden a naufragar los buenos propósitos, las sanas intenciones y hasta las rectas conciencias.
POLÍTICA: Actividad profesional para la que no se requieren estudios ni preparación alguna, pero que condiciona irremediablemente todas nuestras vidas.
PROBLEMA: Dificultad que a veces se vuelve irresoluble. Por ejemplo, cómo conseguir que nos gobierne el más apto.
TERTULIANO: Personaje misteriosamente imbuido de todos los conocimientos del mundo, que se gana la vida tratando de hacérnoslo creer.
TRASVASE DEL EBRO: Expresión del principio de Dietti, según el cual, cuando se tiene la solución a la vista, el necio cierra los ojos para buscar otra a tientas.

miércoles, 4 de marzo de 2009

El maltratado concepto de cultura

No debe de haber palabra más manoseada, confundida y que más veces haya sido dicha en vano que la de cultura. Es cierto que no resulta fácil encerrar su significado en límites, pero este es uno de esos conceptos que se asientan por sí mismos en el entendimiento sin necesidad de definiciones sintácticas; un término, como el de amor o el de tiempo, que es más una idea que un conjunto de sílabas y que como idea se hace más inteligible que como palabra. Todos podemos convenir en que lo sentimos como algo que se aplica al perfeccionamiento de la mente y el espíritu del hombre, y en este sentido se diferencia de la civilización, la sabiduría o el talento. Aún iba más allá T.S.Eliot al afirmar que cultura es aquello que hace que la vida merezca la pena ser vivida; lo que justifica que otras generaciones, al contemplar los restos de una civilización extinguida, digan que a esa civilización le valió la pena vivir.
Sin embargo, el proceso de tremenda banalización que se ha apoderado de nuestro tiempo está minando también el concepto de cultura. Ahora se habla de la cultura del pelotazo, de la cultura gay, de cultura de la droga, de la cultura de la arruga, de la de lo feo, de la del cotilleo, y todo es cultura y no hay actividad ni parcela a la que no se haga llegar el manto protector del noble vocablo. De un sentido antropológico se le ha hecho descender a una caricatura de lo sociológico. Seguramente alguien, con más razón que los anteriores, comenzará a hablar pronto de la cultura de la incultura.
Relacionado con éste se halla el tema de la valoración cualitativa que merece cada manifestación cultural. La tendencia general de nuestro tiempo hacia el igualitarismo, aunque sólo en el ámbito de lo que no acarrea compromiso ni esfuerzo concreto, viene a establecer que todas las culturas y las lenguas son iguales, puesto que iguales son los hombres y las razas que las crearon. Pues no. Criterio igualitario no quiere decir criterio justo, y, en el caso de la cultura y las lenguas, a lo sumo podrían igualarse en estima, y eso siempre que se fuercen las cosas del sentimiento. No es lo mismo, se diga lo que se diga, una máscara africana que el Moisés de Miguel Ángel, ni un tam-tam bantú que la Quinta Sinfonía, ni el brebaje de un hechicero hotentote que un trasplante de corazón. Ni tampoco son iguales el español o el inglés que el bable, pongo por caso; el grado de instalación en la cultura universal de los dos primeros y del segundo es tan diferente que la única forma de no verlo es negándose a ello.
En esta larga empresa que es la andadura humana por este planeta ha habido aportaciones de muy diverso grado y alcance, si acaso todas dignas del mismo respeto, pero no de la misma consideración. Las actitudes de cierta progresía que otorgan el mismo valor a todas las manifestaciones culturales, conducen a una conclusión falsa, en la que la realidad se somete a un dictado conceptual preestablecido: el de la igualdad como idea suprema y aplicable a todos los ámbitos. O acaso haya algo aún de la ingenua presunción de simplicidad y coherencia que se atribuye a las culturas menos desarrolladas, según el viejo estereotipo russoniano.En comunidades pequeñas y con un peso cultural más bien limitado, esta tendencia suele encontrar buen abono por lo que tiene de redentora de la realidad que se posee. En estos casos, a falta de poder emplear la palabra calidad se sustituye por la de dignidad. Cualquier habla es tan digna como cualquier idioma, cualquier pieza artesanal campesina como cualquier obra de arte, cualquier cabaña autóctona como cualquier catedral. Dado que la dignidad es una condición noble donde las haya y que se mueve en el ámbito de la virtud, sin afectar a la esencia cualitativa de las cosas, su aplicación no resulta discutible y además sirve para dar realce a lo que apenas lo tiene de otro modo. Pero que no se pretenda igualar enanos con gigantes ni penumbras con brillos, que no es posible. Porque, además, tampoco son sumables ni se consigue nada mediante su acumulación. Arthur Koestler, que sobre esto había pensado lo suyo, lo dijo con su habitual rotundidad: dos medias culturas no hacen una cultura, como dos medias verdades no hacen una verdad.

miércoles, 18 de febrero de 2009

¿De quién es la vida?

La decisión de acabar con la vida de esa chica italiana que estaba en coma ha desencadenado un torbellino de opiniones encontradas, como no podía ser de otro modo. La evolución moral de la humanidad, a diferencia del progreso científico, termina por encontrarse ante un escollo que no puede salvar sin un temblor de la concordia social, porque conlleva una agresión a muchas conciencias: la ley natural. Trasponer esta barrera supone asomarse a un nuevo orden de consecuencias imprevisibles. Lo difícil es establecer en qué punto erige su límite la ley natural y en qué momento lo traspasamos. Es el caso de todo lo que se refiere al derecho sobre la vida, y más concretamente a los temas de la pena de muerte, el aborto y la eutanasia, tres viejas cuestiones que aún no han sido dilucidadas de forma universal. El debate sobre la legitimidad moral de los tres casos es tan antiguo como el concepto del hombre como sujeto de derechos, sin que nadie haya logrado encontrar una luz que ilumine por igual a todos los sistemas morales. Sólo podríamos resolverlo si lográsemos responder a una pregunta crucial: ¿de quién es la vida?. Una pregunta que en términos primarios tiene varias respuestas y en términos de lógica ninguna. Veamos:
De los padres. Desde un razonamiento lógico es la respuesta más evidente. Fueron nuestros padres quienes nos han dado la vida, de modo que serían los únicos que tendrían derecho a quitárnosla. Pero es una conclusión tan absurda que hace que la lógica no tenga aquí ningún valor. Aún así, se esgrime en el caso del aborto.
De la sociedad. Teoría colectivista, en la que la sociedad está por encima del individuo. Sin embargo, es evidente que la vida de cada uno no debe nada a la sociedad. Un hombre y una mujer en una isla desierta pueden hacer nacer la vida. Otra cosa es el deber moral del individuo hacia la sociedad en la que está inmerso, pero eso no da derecho alguno a ésta para adueñarse de su vida.
De Dios. Para quien crea que Dios es el autor de toda vida esta es la respuesta más evidente y más consoladora ante la muerte. Es el razonamiento de Job: Dios me la dio, Dios me la quitó. Esto prohibiría toda acción individual contra la vida, pero también toda acción de la sociedad para quitarla, e incluso para protegerla, puesto que es de Dios y la sociedad no tiene ninguna delegación suya. Negaría, entre otras cosas, la eutanasia.
De uno mismo. Nadie ha hecho nada por conseguir la vida; le ha sido dada como regalo accidental. Aún así, puede pensarse que, puesto que se la han dado, es suya y que, por tanto, nadie aparte de él puede tener ningún derecho sobre ella. Si se acepta esto, habría que legalizar el suicidio y la eutanasia solicitada, y rechazar las leyes de los gobiernos sobre las drogas, la anorexia, el cinturón de seguridad y demás medidas obligatorias dictadas para evitar nuestra muerte.
La pregunta sigue sin respuesta y toda decisión sobre esto no dependerá más que de los vaivenes sociales y políticos.

miércoles, 28 de enero de 2009

Le esperan, señor Obama

Le esperan, ya lo sabe, le esperan en todas partes. Le esperan en su propio país los que le han votado con una radiante sonrisa de entusiasmo y los que le han mirado siempre con algún recelo; le esperan los optimistas y los escépticos, los progres y los que piensan que hay muchas cosas que merece la pena conservar; le esperan en los palacios y en las cabañas, en los despachos de Wall Street y en el comercio de la esquina que está a punto de quebrar; le esperan en Irak, en Jerusalén y en Afganistán, en el África de su padre y en la Europa que mira hacia usted como si fuera el destello de un faro en una noche de tormenta. Le han convertido en el Moisés que ha de guiarnos en esta travesía del desierto, con maná y varita para hacer brotar agua incluidos. Y sin embargo, desde el principio usted ha hablado de una realidad dura, de esfuerzo, de trabajo, de tiempos difíciles y de que no existen otras soluciones efectivas que las que se basan en el sacrificio de todos. Si hay desencanto, desde luego no habrá engaño.
Le ha tocado a usted ocupar un lugar vacante desde hace mucho tiempo: el de líder de una época desorientada, especialmente en el ámbito occidental, en la que las referencias que habían constituido la base de su andadura hacia el progreso material y social se han ido difuminando, quizá por haberlo alcanzado, y aquí cada uno tendrá su propia opinión sobre sus causas: pérdida de valores morales, descreimiento, codicia desmesurada de los agentes económicos, levedad intelectual de los dirigentes políticos, complejo de inferioridad ante nosotros mismos, buenismo irresponsable. Mire, un síntoma: medio mundo ha puesto en usted su esperanza porque es negro, ya ve qué frivolidad, como si a los problemas les importase tener enfrente a un blanco, a un mulato o a un cobrizo. Le imagino el día de su toma de posesión, acabada ya la fiesta, en la intimidad de su habitación, cuando por fin pudo ponerse la bata y las zapatillas, le imagino pensando en todo eso y, créame, me invade un gran respeto por usted. Porque evidentemente no cabe suponer ni por un momento que sea usted un inconsciente.
Ser la esperanza de alguien siempre resulta una responsabilidad que inquieta el ánimo; serlo del mundo entero tiene que producir una quemazón difícil de calmar. Por lo pronto debe entrañar una confianza infinita en sí mismo y en su capacidad para elegir sus equipos, tener muy claros los propósitos y una voluntad decidida de llevarlos a cabo por encima de todas las presiones de los grupos de poder, que en su país deben de ser especialmente fuertes. De todos modos, seguramente usted ya sabe que todos los políticos, incluso los mejores, están abocados al fracaso, porque es una profesión condenada a no poder cumplir nunca todas las expectativas. Luego, son las generaciones siguientes las que, difuminadas las manchas oscuras, sitúan a algunos en el pedestal de la memoria. Eso es lo que todos le deseamos, señor Obama, más que nada porque, en la situación en la que ha devenido el mundo, si gobierna bien para los suyos gobernará bien para todos nosotros.

viernes, 23 de enero de 2009

Lo que somos

Parece ser que este cuerpo que nos alberga se compone de cien billones de células, docena más o menos. No sé cómo han podido contarlas, pero eso dicen los científicos que, a diferencia de algunos políticos, no tienen ningún interés en mentirnos. O sea, que nuestro cuerpo no es más que un completo muestrario de especímenes celulares, eso sí, adecuadamente distribuidos. Aunque es evidente que las tales células no son idénticas en todos los cuerpos, al menos por fuera. Las de un servidor, por ejemplo, tienen bastante peor presencia que las de Monica Bellucci, qué se va a hacer, y entre las de Beyoncé, pongo por caso, y las de Chávez, cualquiera puede notar también alguna que otra diferencia visual. Se conoce que en esto de las células cada uno ha entrado en el sorteo sin haber sido consultado y sin ningún derecho de reclamación.
El caso es que somos tan sólo un conjunto organizado de células, en las que se asientan no sólo todas nuestras funciones físicas, sino los códigos genéticos, las claves fenotípicas, los condicionantes de nuestro aspecto externo y hasta lo que en el catecismo se llamaba las potencias del alma, es decir, el entendimiento, la memoria y la voluntad, que tienen su sede por los vericuetos del cerebro. Los científicos sospechan, incluso, que en el interior de alguna escondida cadena de aminoácidos se encuentra impresa nuestra trayectoria futura, tanto física como de conducta, con lo cual, hasta el mismo Destino, con mayúscula, termina reducido a unos nombres químicos. Ay si Sófocles, Shakespeare o Calderón lo supieran.
La ciencia, que es implacable, nos está poniendo a los humanos en el sitio que jamás creíamos ocupar. Somos una simple parte indivisible del gran conjunto químico universal. Ese que te mira cada mañana desde el espejo, que vive, lucha, piensa y duda, no es más que un inmenso conjunto de células organizadas según un esquema determinado, cuyas claves comienzan a conocerse cada vez mejor. Puesto bajo el microscopio, todo va teniendo un nombre y una fórmula. ¿Y los sentimientos? ¿Y el gozo tembloroso de una emoción? Ay, amigo; ahí nos quedamos. Vamos a creer que los sentimientos reposan solamente en lo más misterioso y profundo del corazón.

miércoles, 14 de enero de 2009

Dios en el autobús

En su obra La tournée de Dios, Jardiel hizo bajar al Sumo Hacedor a la tierra para que tuviera información de primera mano de la obra que había hecho. Ahora una asociación de discrepantes de su existencia ha decidido bajarlo, aunque sólo sea en nombre, al autobús. "Probablemente Dios no existe. Deja de preocuparte y disfruta la vida", aconsejan. A simple vista da que pensar ese adverbio que parece reflejar una duda, porque si probablemente no existe también hay probabilidades de que exista. Lo de disfrutar de la vida lo tienen más claro; dan por sentado que los creyentes son unos pobres sufridores. Como reacción, otra asociación, esta vez de creyentes, ha fijado en otros autobuses el mensaje contrario: "Dios sí existe". O sea, que tendremos a nuestros medios de transporte público convertidos en soportes ambulantes de mensajes teológicos, aun más, teleológicos, con los que poder satisfacer nuestras ansias infinitas de conocimiento de la verdad. Dos mil quinientos años de preguntas, tratados enteros dedicados a argumentar sobre la causa primera, profundas disquisiciones desde las más altas cátedras escolásticas, las cinco vías tomistas, el argumento ontológico de San Anselmo, Agustín frente a Faure, Descartes frente a Nietzsche, todo ello resuelto en las chapas de los autobuses. No sé si habrá mayor metáfora de nuestro tiempo.
Nunca fue frecuente, ni siquiera en las circunstancias de total libertad ideológica, que los no creyentes hicieran apostolado, valga la expresión, acerca de sus convicciones. El que tiene fe siente la necesidad de compartirla; pretende llevar a los demás el mensaje de salvación que ha recibido, tanto por convicción personal como por cumplir el mandato que ese mismo mensaje conlleva. El ateo no siente esa necesidad; no gana ni pierde nada con que otros piensen como él; no espera ni teme nada. Y en todo caso, tratar de convencer a alguien de la existencia de una realidad tiene un sentido antropológico, pero hacer proselitismo a favor de un vacío no parece encajar con la idea de un pensamiento lógico.
El ateo de verdad, el que ha llegado a su convicción a través de un largo y doloroso proceso de búsqueda racional, le merece al que esto escribe un enorme respeto. Ha querido buscar ante todo la honestidad consigo mismo. Ha tratado de encontrar la verdad por todas las líneas que la razón humana le permite, sea cual sea esa verdad y lo que de ella se derive. Hubo de renunciar a creencias más consoladoras y a gozosas esperanzas de salvación porque no tenían encaje en el esquema racional de su entendimiento. El límite es su propia razón; más allá hay un no conocimiento y no se le puede poner nombre. Y es tan consecuente en su empeño de la búsqueda de la verdad que jamás cerrará las puertas a unas inquietantes preguntas que tratarán de colarse en su fortificado sistema: ¿Y si resulta que el misterio es realmente una condición de la existencia del hombre? ¿Si es algo que forma parte de su misma esencia? ¿Si hay una puerta que jamás podrá abrirse mediante la razón y solamente puede cruzarse a través de la entrega confiada a lo incomprensible?.

miércoles, 7 de enero de 2009

Retrato de un hombre

Fue para casi todos un hombre cualquiera, aunque no desde luego para el que esto escribe. Jamás originó titulares ni le iluminaron los focos de ningún tinglado televisivo, quizá porque las luces artificiales sólo saben alumbrar la superficie de la realidad, y sin embargo toda su vida puede muy bien considerarse como el símbolo anónimo de eso que alguien llamó la generación perdida, aunque fue más bien una generación partida. Le tocó vivir casi todo el siglo XX de principio a fin, un tiempo capaz de herir a sus hijos como pocos.
Era un idealista puro, de los que sienten mejor que comprenden y para los que el dinero o los bienes materiales son objetos que por lo visto son necesarios, y nada más. Un optimista sin causa; un filósofo de lo cotidiano; un empedernido soñador. A él le habría gustado ser geógrafo, pero de los románticos, de aquellos que medían meridianos a través de selvas y desiertos o discutían sobre las fuentes de los ríos recién descubiertos. A cambio le convirtieron en soldado de una guerra que nunca entendió. Le tocó combatir en los dos bandos, pasó hambre, miseria y miedo, vio morir a muchos de sus compañeros, pero salió indemne de cuerpo, aunque vacunado aún más que antes contra la política. Luego, la amarga posguerra, la dura realidad ahora mil veces empeorada, la difícil lucha por la supervivencia en un país destrozado y con una economía de racionamiento. Cuando se le preguntaba por ello, lo contaba con aquella indiferencia libre de salidas hiperbólicas o excesivamente sentimentales en la que siempre se mantuvo para hablar de sí mismo, pero a quienes le conocían bien les era fácil notar cómo, mezclado con ello, había ido aflorando un leve matiz de escepticismo.
-Eso es inherente a la vejez. La sabiduría gratuita de la vida; el máximo punto al que se nos permite llegar.
Como tantos otros, tuvo que ver cómo se apropiaron de los mejores años de su vida, esos que se alimentan con las ilusiones de la juventud, pero jamás miró hacia atrás con rencor ni resabio alguno. La vida, decía, es así, puro azar, y de nada sirve subrayar sus páginas más negras. Fue una de sus lecciones mejor aprendidas en las tensas horas de angustia en las trincheras, cuando la muerte no era más que un trágico sorteo. Eso y mantenerse libre de cualquier ambición más allá de su pequeño alcance, acaso porque también aprendió muy pronto que para no sentirse frustrado jamás en los deseos no hay que desear más que aquello que depende de uno mismo. Tal vez por todo ello tuvo siempre un sentido profundo de la amistad y aún mayor de la familia, entendidas las dos como el único mundo que merece la pena habitar.
Los hechos de cada vida, diluidos en el conjunto de la sociedad, pierden toda dimensión, se empequeñecen hasta la inadvertencia, se vuelven lisos y sin relieve. Pero referidos al ámbito individual de cada persona cobran una significación de montañas, y es en este punto de mira donde uno ha querido situarse con la palabra más entrañable de que ha sido capaz. No, no figuró nunca en ningún titular. Sólo fue un hombre cargado de amor y sabiduría. Se llamaba Antonio y hoy justamente habría cumplido cien años.

viernes, 5 de diciembre de 2008

La política

Esta sí que debe de ser la profesión más antigua del mundo. Es muy posible que en el momento en que cuatro australopitecos se vieron juntos, uno de ellos se haya creído en la obligación de organizar, decidir, mandar, dirigir, disponer, ordenar, resolver y administrar la vida de los otros. Y si los otros no lo admitían de buen grado, seguro que encontró pronto contundentes y eficaces argumentos para convencerlos. Aquel fue el primer político de la historia y el iniciador de la mayoría de los sistemas que han seguido hasta hoy con más menos refinamiento. Luego, los griegos dignificaron el poder al someterlo a la razón y a la libertad individual del hombre como miembro de la polis. Aristóteles escribe su Política y nos enseña que el poder, o sea, el Estado, no es unidad, sino pluralidad de individuos, y Pericles fija el ideal del político: saber lo que se debe hacer y ser capaz de explicarlo, amar a su país y ser incorruptible. El día que los griegos nos pasen factura por todo lo que nos han dado no vamos a tener cofres suficientes para pagarles.
La política es una profesión curiosa, vituperada por sistema, envidiada a veces, tenida en el fondo como un mal necesario, capaz de dictar sus propias normas de funcionamiento, omnipresente, universal, sobreviviente constante de sí misma. Todos somos irremediablemente sus clientes, queramos o no. Su acción influye decisivamente en nuestras vidas y, sin embargo, no exige titulación alguna ni ninguna preparación específica para su ejercicio. Es también la única que se puede ejercer de forma ilegal y pública; de hecho, ahora mismo, y no digamos antes, son más los que la practican sin ninguna legitimación de origen que los que la tienen en el mandato de sus conciudadanos.
Como el tiempo, como el amor o como la felicidad, a la política nadie ha logrado definirla. Tratadistas de todas las épocas han intentado decirnos en qué consiste, desde los enunciados más simples -ejercicio del poder- a los más solemnes: proceso de liberación colectivo de los seres humanos, hecho posible por la capacidad de entenderse entre sí para colaborar de forma permanente y estable. Groucho lo tenía más claro: la política es el arte de buscar problemas, encontrarlos, hacer un diagnóstico falso y aplicar después los remedios equivocados.
La clase política, esa clase política de nuestros desengaños, se lleva la palma del descrédito entre todas las actividades públicas. Los grandes y bellos conceptos suenan en su boca con un eco grisáceo que anula su significado hasta convertirlos en indiferentes. Los propósitos, las promesas, las palabras pomposas, las frases rotundas, tienen aquí su campo semántico propio que el ciudadano ha tenido que aprender casi como una medida de autodefensa ante la decepción. Puede darse por supuesta la honestidad de conducta, pero no parece posible hacer lo mismo en el desarrollo de las ideas, y eso ha llegado a aceptarse con la naturalidad de lo inevitable. Se impone la percepción de que no existe el político como ente individual, sino el partido. Las opiniones personales, expresadas a menudo con la firmeza de la convicción, no tienen ninguna credibilidad. Palabras tragadas, convicciones traicionadas, subordinación de la conciencia. Se aprieta el botón que el jefe manda, porque fuera de la carpa del partido, en la intemperie, hace mucho frío. Ay, política, mal necesario donde los haya. Sí, pero ¿cuál es la alternativa?.

viernes, 28 de noviembre de 2008

El viajero español en América

A las tierras de América del Sur y Central hay que ir no sé muy bien con qué ánimo. Lo mejor quizá sería no equiparse con ninguno y dejar a ver qué labor hace en uno el efecto del medio milenio de historia familiar. Con riesgo de que las circunstancias ocasionales intervengan de buena o mala manera y desvirtúen en buen o mal sentido lo que debiera estar por encima, es muy probable que ese fuera el estado ideal que habría que procurarse mientras se baja la escalerilla del avión y se queda uno ya a punto para iniciar el particular descubrimiento de América. Lo que ocurre es que puede que eso no sea tarea difícil para un estoniano o para un vietnamita; para un español, en cambio, resulta imposible.
Y efectivamente, es así. En cuanto se deja el aeropuerto y el coche nos va introduciendo en la ciudad, los buenos propósitos van siendo ganados por la realidad de la tierra en que estamos. No es lo mismo, evidentemente, para un español, llegar a Borneo que llegar a Argentina, por ejemplo, y eso aun antes de oír una sola palabra y sin haber visto algún gesto familiar ni alguno de nuestros queridos y puñeteros demonios. Aun sin nada, y que nadie aspire a explicárselo, porque tal vez esté en el aire, en las imágenes, en los sonidos o en las sonrisas, quién sabe.
El caso es que esta tierra, que se enganchó a nuestra Historia hace 500 años, es la que más se aproxima, entre todas las del mundo, a la imagen de una trasposición del espíritu de la nación con la que se encontró en la Historia a su propio ser. Trasposición compleja, como no podía ser de otro modo, pero de un efecto profundamente transitivo. Puede que sólo en el caso de Roma haya habido un fenómeno semejante. Y aun dentro de la tremenda variedad de contrastes que ofrece este continente, que se extiende a lo largo de tres trópicos, la impresión básica del viajero será la misma llegue a donde llegue. Entre Santo Domingo y Montevideo, por ejemplo, las diferencias que se perciben pueden ser de acento; más o menos como entre La Coruña y Sevilla, pongamos. Nada fundamental frente a la sensación insoslayable de hallarse en una dependencia de la propia casa, equipada con los mismos viejos y queridos muebles y desde la que se ven y se oyen paisajes distintos, pero palabras iguales. No, para un español la llegada a América es algo que ningún otro viajero de otro sitio podría comprender.

sábado, 22 de noviembre de 2008

Pequeñas ilusiones

Hoy no está de moda hablar de ilusiones. No está de moda hablar de muchas cosas, sobre todo si se refieren al sentimiento y vienen de generaciones anteriores, pero me parece que de ilusiones menos todavía. Los poderosos santones que se han adueñado de nuestra libertad de elección, que han reducido a uno, el suyo, todos los gustos, y que han logrado conducirnos a todos por la senda que se han propuesto para su conveniencia, han dictaminado que no es de hombres de nuestro tiempo andar con inutilidades propias de melancólicos y poetas; las ilusiones no se comen. Pero resulta que nuestra condición, la de ellos también, es la de seres débiles, y eso nos obliga a vivir sostenidos por los pequeños anhelos que solicita el corazón y por la esperanza de su cumplimiento. Es decir, por las ilusiones.
Conocí a alguien cuyo acto primero de cada día era el de abrir el periódico para leer la columna de su escritor favorito. Al hombre la vida no le había ido precisamente bien; el mundo era para él un lugar hostil, en el que el acto más inteligente que cabía hacer era irse de él de una vez; los amigos, la lealtad, el cariño eran palabras bonitas, pero las reales eran decepción, egoísmo, soledad; hacía tiempo que no sabía lo que era una esperanza, ni siquiera la de tenerla. Y sin embargo, el breve placer diario que le proporcionaba aquella lectura le bastaba para seguir viviendo. La pequeña ilusión de cada mañana de encontrar un pensamiento con el que identificarse o una afirmación que suscribir interiormente o la frase mágica que parece escrita pensando en el propio estado de ánimo, sostuvieron poco a poco el débil hilo, hasta que todo pudo volver a ser como antes.
A nuestra pequeña vida poco le afectan las grandes definiciones ni los grandes movimientos de fuerzas. El único mal que en verdad amenaza a nuestro espíritu es la carencia de algo que esperar. Si fallase la última ilusión, si se apagase hasta el más pequeño rescoldo del último motivo, todo quedaría plano y oscuro como la noche. Pero mientras están ahí, nos sostienen sin darnos cuenta, nos empujan hacia adelante, la ilusión por nosotros, por nuestros hijos, por el viaje de mañana, por la cena de hoy con los amigos. Nos componemos de ellas en todo grado y categoría, desde esas notas de fin de curso que hoy nos traen hasta una mejor vida en el más allá, que ha sido siempre la gran ilusión humana por antonomasia.
Las ilusiones no se comen, pero alimentan, decía un personaje de novela que apenas ya las tenía. El día está lleno de ellas, unas de realización inmediata, otras a distintos plazos, pero todas juntas forman el único entramado que sostiene nuestro vivir. La simple ilusión de tenerlas ya es una buena ilusión. Luego, poco a poco, van muriéndose cumplidas o quizá a veces caídas, pero no importa demasiado, porque otras van apareciendo espontáneamente y nos obligan a seguir tras ellas para conseguirlas, y así es posible ir tirando con el alma alegre. Y al final nos daremos cuenta de que las ilusiones son las partes indivisibles del último estado en el que podemos refugiarnos.
Esas pequeñas ilusiones de cada día, que nos vamos forjando sin querer ni pretender y que pierden todo su hermoso brillo cuando se cumplen, son las que nos traen buena parte de las menudas alegrías que nos son dadas. No las despreciemos ni nos sintamos disminuidos en nuestra consideración por confesarlas ni por entregarnos en sus brazos, que no es que de ellas también se viva, sino que sólo con ellas puede vivirse.

viernes, 14 de noviembre de 2008

Lo que tenemos que aprender

A nuestro sol le quedan unos cinco mil millones de años de vida, semana más o menos, así que habrá que darse prisa para hacer algunas cosas antes de que la eterna sombra caiga sobre la Tierra. Hay una larga lista. Por ejemplo, hay que seguir acabando a buen ritmo con las fuentes de vida del planeta, con los bosques amazónicos y africanos, los mares, los ríos y la atmósfera, más que nada para ir anticipando el momento y que luego resulte menos doloroso acabar con un planeta ya muerto que con uno lleno de vida.
Habrá que apresurarse también a seguir acumulando pruebas que dejen constancia ante posibles colegas de otros sistemas planetarios, de que la especie principal que habitó esta esfera orbital del sol tuvo como rara característica la de poseer un cerebro totalmente desproporcionado con relación a su organismo; un lujo inútil, puesto que apenas pudo sacarle una mínima parte de sus posibilidades. Y de que su desarrollo científico no recorrió el mismo camino que el moral, ni llegó a poseer jamás conciencia colectiva ante el dolor y el sufrimiento que causó continuamente, sin cesar ni un solo día, a lo largo de toda su estancia en el planeta.
Hay que pensar también en apurarse para acabar de eliminar en nuestros jóvenes el valor de los viejos ideales, familia, amistad, fidelidad, honor, trabajo, respeto, y sustituirlos por otros de mucho más alcance y capaces de hacer feliz, no a uno, sino a todo el conjunto de la humanidad: hermandad universal, antiglobalización, relativismo en los afectos, acracia. Al paso que se lleva y con el ahínco que se intenta, ese nuevo orden moral y esa transformación de las relaciones familiares y sociales que nos han servido hasta ahora no tardarán en hacernos llegar sus benéficos efectos.
A nuestra casa le quedan unos cinco mil millones de años de vida, pero el hombre lleva viviendo en ella tan sólo millón y medio, así que también cabe tener la esperanza de que, en vez de apresurarse con lo que está haciendo, aprenda a reflexionar y a sacar conclusiones de la breve historia que aún tiene. Largo plazo de fianza. Puede que los efectos, si aprendemos pronto, ya los disfruten los que vivan aquí en el año cien millones, que, por cierto, será bisiesto. A nosotros nos toca seguir preguntándonos por nuestra condición de seres desorientados, ilógicos, insatisfechos, y autodestructivos. Lo malo es que tampoco sabemos la respuesta.

sábado, 1 de noviembre de 2008

El lenguaje sexista

Vamos a ver si de una vez somos capaces de hablar correctamente, sin lenguaje sexista, tal como nos enseñan a diario los políticos y políticas más progresistas. No es fácil, porque todos los niños y niñas de nuestra generación, y en general todos los españoles y españolas, hemos sido educados por nuestros maestros y maestras en la idea de un género único que englobaba al otro. Es de esperar que los profesores y profesoras de ahora enseñen a sus alumnos y alumnas a eliminar esas expresiones gravemente discriminatorias, para que cuando ellos y ellas se conviertan a su vez en educadores y educadoras puedan hacerlo a su vez con total convicción. Es una clamorosa demanda social, algo que los ciudadanos y ciudadanas exigen cada vez con más fuerza, desde los médicos y las médicas hasta los conductores y conductoras, y desde los fontaneros y fontaneras hasta los buceadores y buceadoras. La única que de momento no lo demanda debe de ser la Iglesia, quizá porque apenas lo necesita para sus cargos, pero puede que en los ratos que le dejen libre la preparación de sus pastorales sobre la justicia de la causa de los violentos y las violentas se decidan a modificar algunos textos y hablen ya de la comunión de los santos y las santas, de la resurrección de los muertos y muertas y del perdón de los pecadores y pecadoras. Cuánto lo agradecerían entonces todos los cristianos y todas las cristianas.
Es cierto que el mundo está lleno de problemas muy graves, que hay multitud de hambrientos y hambrientas, de necesitados y necesitadas, de hombres y mujeres víctimas de la guerra y la miseria, pero no me negarán que resulta absolutamente necesario dedicar tiempo y esfuerzo a fijar en la mente de todos nosotros y nosotras esta idea. No en vano se espera de nuestra condición de civilizados y civilizadas que sigamos en vanguardia de la igualdad y la no discriminación. Que los viajeros y viajeras que nos visiten se encuentren aquí con un claro afán de ser justos y justas con nuestras palabras. Seamos correctos y correctas políticamente para poder aspirar a que nos llamen progresistas.
Por mi modesta parte ya ven que estoy haciendo lo posible para llevar a mis lectores y lectoras, y a todos los desinteresados y desinteresadas que pueda, esta necesidad apremiante para el equilibrio psíquico general. Y si todos los autores y autoras siguieran este ejemplo, ya nadie se sentiría ofendido ni ofendida y la sociedad habría dado un gran salto hacia la felicidad. Claro que puede que vengan algunos y algunas lingüistas a decirnos que existe un género llamado de sentido, que incluye a los dos sin necesidad de especificar el segundo, pero qué saben ellos y ellas. No se dan cuenta de que con eso se causa profundos traumas y hace que muchos y muchas vivan con la angustiosa sensación de sentirse discriminados y discriminadas. No les hagamos caso.

viernes, 24 de octubre de 2008

Una trágica historia de amor

La noticia apareció perdida entre la maleza de opiniones, análisis y comentarios desatados por la crisis de la que tanto saben todos. Era una noticia humilde, como con temor de molestar, e informaba de que un anciano, tras conocer que padecía una enfermedad terminal y que ya no podría seguir cuidando a su esposa, enferma de Alzheimer, decidió acabar con la vida de ella y luego con la suya propia. Su mano temblorosa no fue capaz de acertar en el último momento a la sien y aún tuvo que sufrir la vida durante algunas horas más antes de irse definitivamente con ella.
Yo no sé de nadie que pueda dictaminar con legitimidad sobre las conciencias, y quien se atreva a hacerlo allá el. La moral universal, esa que nos protege de la desaparición como especie, es eso, universal, y no puede regir las más íntimas turbulencias del corazón. Este anciano quiso poner orden en su pequeño universo, hecho de amor y soledad, y no se le fue ofrecida más opción que la fusión definitiva de los dos con las sombras del misterio inalcanzable. Abdicó de la vida para no abdicar de su amor.
Humano, profundamente humano. Allá donde no alcanza la salvadora luz de la comprensión que se callen los valedores de la justicia. ¿Quién puede saber de esa lágrima que le tuvo que asomar a los ojos cuando apoyó el cañón en la cabeza de ella? ¿Para quién fue su última plegaria y su último pensamiento cuando la mano temblorosa buscaba el sitio fatal? Una vida convivida con toda la intensidad y la dimensión que brinda un tiempo prolongado puede hacerse un todo casi indivisible si está amalgamada por el amor. A este anciano le fue denegada la petición de poder cuidar de su esposa y se rebeló contra una decisión tan implacable, porque nadie lo podría hacer como él. Nadie sabría.Tal vez no consiga ninguna página de recuerdo en ninguna crónica del sentimiento, ni mucho menos alcance la aureola épica de otros casos similares, como los de Kleist, Koestler o Zweig, pero uno quiere al menos dejar constancia de su comprensión, que es una virtud que no se lleva bien con el acto de juzgar.
Ya está escrito: entre lo que existe y lo que no existe, el espacio es el amor.

sábado, 11 de octubre de 2008

La vejez

La vejez debe de ser el único sitio al que nadie quiere llegar, pero al que tampoco hay nadie que no quiera llegar. El camino hacia la vejez no lo anda uno libremente y eligiendo bifurcaciones a su antojo; es de dirección única y no es posible detenerse en él ni para tomarse un breve respiro. Se ha dicho que saber envejecer es una de las obras maestras de la sabiduría. Debe de ser también una de las más difíciles, a juzgar por el empeño que ha puesto siempre el hombre en evitarlo. La vejez puede que sea un tiempo de mirada serenamente distanciada y de pasiones sosegadas, pero la humanidad se ha pasado casi toda la Historia intentando eludirla. Las antiguas leyendas nos hablan de largos viajes en busca de la fuente de la eterna juventud; alquimistas y chamanes de todos los siglos buscaron con fervoroso ahínco el elixir mágico que pudiera vencer el tiempo; Fausto vendió su alma al diablo a cambio de recuperar la mocedad perdida; en los años 60 hizo furor el gerovital de la doctora Asland, que convirtió a Rumanía en meta de peregrinación de conocidas figuras cargadas de años y de dólares; en la actualidad, las clínicas de cirugía estética tienen las listas de espera cada vez más largas. O sea, que todos deseamos llegar a viejos, pero ninguno queremos serlo.
Más que un tiempo de la vida, la vejez es un estado del espíritu. Cuando se comienza a abandonar la pregunta de "por qué no" por la más profunda de "qué", cuando uno ya no se deja engañar por sí mismo, cuando el error ajeno es un recuerdo del propio, cuando se empieza a actuar como viejo, entonces se es viejo. Y ahí de nada valen los regates al tiempo ni las peticiones de ayuda al bisturí contra el calendario, que es como querer ponerle una portilla a un torrente. No sé si habrá engaño más patético que el de tener un cuerpo septuagenario con un rostro veinteañero, o una mente madura encandilada por rayos fugaces que nos fascinaron cuando no sabíamos que lo eran, y, sin embargo, estamos viendo todos los días cómo hay quien prefiere aceptar el engaño antes que aceptar la verdad del tiempo.
La vejez es el momento de echar mano de lo que se ha sabido acumular a lo largo de los años. Las sensaciones, las experiencias que fueron cayendo sobre nosotros como los granos de un reloj de arena, los quiebros hechos a la vida, los gozos reídos y las lágrimas lloradas, todo contemplado ahora por una mirada que ha ganado en distancia y hondura y se ha enriquecido con ese toque salvador de escepticismo que un joven jamás podrá tener.
"Quemad viejos leños, bebed viejos vinos, leed viejos libros, tened viejos amigos", aconseja Alfonso X, al que por algo llamaron el Sabio. Llegar a viejo, más que una condena es un privilegio, no por el cuerpo, claro, sino por la facultad de contemplar la vida del modo que sólo puede contemplarse desde ese único punto de observación. Y en último término, envejecer es, por el momento, el único medio que se ha descubierto para vivir mucho tiempo.

viernes, 3 de octubre de 2008

Dígalo sin miedo

No sé, pero da la impresión de que cada vez tenemos menos opiniones propias. Tanta presión mediática, tantos críticos dictando normas sobre los gustos, tantas voces pontificando sobre lo divino y lo humano, están consiguiendo que cada vez haya menos que se atrevan a exponer su criterio, sobre todo si se refiere a cuestiones estéticas, por temor a ser considerados unos ignorantes. Vivimos la dictadura de unos cuantos, que establecen qué pintor nos tiene que gustar por ley o ante qué corriente estilística tenemos que admirarnos. Lo políticamente correcto tiene su equivalente en lo estéticamente correcto, que es bastante más grave.
Puede que haya sido así siempre, pero cuando el arte no había salido del ámbito de lo humano no importaba. El arte cercano al hombre produce emociones, de cualquier signo que sean, y con ello cumple una función que le es inherente. Cuando se aleja, el contenido suele hacerse incomprensible y sólo importa la firma; si es una firma famosa, la obra es buena; si no, nada. O sea, que la excelencia artística está en manos de los medios. Una aberración.
Es evidente que los gustos pueden educarse y que sobre gustos sí hay mucho escrito, pero en última instancia hay que atender al grado de conmoción que produce la obra dentro de nosotros. Si nos deja indiferentes, esa obra no ha cumplido su misión, y decirlo en voz alta no es ningún signo de ignorancia. Si usted, por ejemplo, cree que lo que hacen la mayoría de los modistas no son más que absurdas extravagancias sin sentido, si algunos poemas de Alberti le parecen escritos por la chacha que vino del pueblo, si ve en Warhol un simple cartelista, y no de los mejores, si en un cuadro de Miró no encuentra más que rayas y colores, por más que se lo acompañen con un brillante alarde hermenéutico, o si piensa que la música atonal no es más que una sucesión de chirridos, no se acompleje, porque es usted quien tiene razón. Las palabras son tan flexibles que obran prodigios con los conceptos. A unos garabatos de Tàpies hechos a brocha gorda se les llama "caligrafía espiritual", y ya se les elevó de categoría conceptual, aunque siguen siendo unos garabatos. Un cuadro en un museo es, probablemente, el que tiene que escuchar más tonterías en todo el mundo, decía Goncourt. Como sabemos que detrás de todo esto no existe más que un inmenso mercado en el que lo que menos cuenta es el concepto de arte, no quitemos la primacía a nuestro criterio, aunque suponga ir contra las opiniones establecidas y casi siempre interesadas.

martes, 23 de septiembre de 2008

Al borde de lo infranqueable

Hace quizá un millón de años, algún hombre miró el cielo estrellado y se preguntó por primera vez de dónde procedía todo aquello. Y ante la gran pregunta sin respuesta surgió el mito, y así satisfizo la humanidad sus ansias de comprensión de lo desconocido y del profundo misterio que rodeaba su existencia. Fueron necesarios centenares de miles de años para que alguien tratase de convertir el mito en una incógnita susceptible de ser objeto de estudio por parte de la razón humana. La búsqueda de la explicación de la realidad visible por parte de los filósofos griegos es una de las páginas más conmovedoras y fascinantes de la historia, y su resultado fue la creación de un sistema racional que configuró un modelo del orden cósmico que se mantuvo vigente durante dos mil años, hasta la aparición de los primeros avances técnicos, ya en la Edad Moderna. En el último siglo, el progreso de la ciencia nos ha desvelado secretos insospechados. Ahora sabemos que el espacio y el tiempo no son conceptos absolutos, que las estrellas no son más que gigantescos reactores nucleares o que el átomo no es la partícula indivisible de Demócrito, sino que posee una estructura interna tan compleja como la del propio universo. Del nous de Anaxágoras hemos llegado a los quarks, y de la teoría ptolemaica, aquella que hizo exclamar a Alfonso X el Sabio que si Dios le hubiera consultado sobre el sistema del universo le habría dado unas cuantas ideas, hemos pasado a saber que nuestra Tierra no es más que un planeta pequeño, que gira en torno a una estrella mediana, perdida en el extremo de una modesta galaxia, que a su vez se desplaza por el espacio junto a millones de otras galaxias mayores que ella.
Ahora el hombre se propone dar un paso definitivo: nada menos que recrear el universo milésimas de segundo después del Big Bang. Diez mil científicos se han esforzado en construir las condiciones necesarias para liberar haces de protones que viajarán casi a la velocidad de la luz y que, al colisionar entre sí, liberarán los quarks, permitiendo así observar como éstos formaron la materia. La búsqueda va más allá; se pretende encontrar el bosón de Higgs, la llamada partícula de Dios, que sólo se conoce en teoría y que permitiría explicar el origen de la masa, casi nada.
Si todo sale como se espera, el hombre habrá alcanzado el último umbral al que le es permitido llegar y que seguramente jamás podrá cruzar, porque es el umbral del infinito. ¿Qué había antes del Big Bang? ¿En qué punto se puede localizar la primera singularidad causal que dio origen a todo lo que existe? ¿Hasta dónde es posible retroceder en lo que ni siquiera puede llamarse tiempo? Entre el primer hombre que miró el cielo estrellado y el que se dispone a lanzar los haces de protones ha pasado apenas un instante en el reloj cósmico, es cierto, pero lo limitado no puede abarcar lo ilimitado. Es posible que quedemos para siempre a la puerta del misterio. Uno se conforma con admirar a esos científicos que tratan de enseñarnos cómo fue el borde mismo de la eternidad.

viernes, 12 de septiembre de 2008

Los ojos de la perrita

El otro día, mi hija volvió del colegio con una perrita que encontró en el patio. Parecía haberse perdido o tal vez había sido abandonada precisamente por ser perra o por quién sabe qué inconfesables motivos. Venía dormida entre sus brazos, con cara de estar muy a gusto en aquel calorcillo, que posiblemente hacía tiempo que no disfrutaba. Cuando la dejó en el suelo sacudió la cabeza, como desperezándose, y luego nos miró uno a uno y se tumbó patas arriba para que le rascáramos la barriga. Era una manifestación tal de confianza que tenía algo de conmovedor: aquella mirada transparente, el vivaracho hocico buscando la mano amiga, los ojos cerrados y satisfechos al recibir la caricia. Ni una pizca de recelo ni de sombra alguna. O la vida hasta entonces la había tratado muy bien o es que los perros tardan más que nadie en perder la fe en la solidaridad de las criaturas. La perrita veía en aquellos extraños, que éramos nosotros, unos amigos, y no podía plantearse que pudiera ser de otro modo. Prometía lealtad y un torrente de afecto; no conocía otro sentimiento que el afecto. Cuando esa misma tarde se la llevaron unos amigos que se encapricharon de ella, se fue con ellos igual de contenta, dando y buscando del mismo modo sus caricias. No varió su mirada comunicadora ni su ademán entregado; no vio cambio alguno en el objeto y sujeto de su cariño. Se fue como quien va a iniciar una nueva aventura con la seguridad absoluta de que ha de ser gozosa, y ojalá así le haya sido.
Los ojos de la perrita eran mansos y limpios de resabios, como lo es todo lo primerizo; como la primera nieve o la primera luz de cada día, como los brotes tiernos del trigo o el agua que acaba de asomar entre las rocas. Y uno, que en esto de los sentimientos nunca supo explicar mucho, pudo darse cuenta en apenas unos minutos de su inmenso poder, que llega a ser capaz de establecer cadenas entre desiguales. Y comprobar de paso cómo, en un estado puro, los sentimientos alcanzan una dimensión totalizadora. Para la perrita los sentimientos estaban escritos en todas las cosas que nos rodean, sin distinciones de apariencias ni de grados, y así ella los vivía. Los científicos nunca nos han dicho dónde residen los sentimientos.
Los científicos no nos lo han dicho, sin duda porque no lo saben, y a uno, sin embargo, le parece el misterio más decisivo de nuestra esencia. Si alguien demuestra que la ternura, la conmoción ante las lágrimas ajenas, la tristeza, el agradecimiento, la emoción ante la belleza, la alegría y la esperanza, el amor, el impulso de abrazar el cuerpo querido, el pudor y la vergüenza, el remordimiento, el afán de perfección o el dolor del alma no son más que una activación química de unas células llamadas axones, que se encuentran en no sé qué lugar de la corteza cerebral, entonces fuera creencias trascendentales y viva el culto de admiración hacia la naturaleza y las leyes químicas. ¿El hombre, ser creado diferenciadamente, o sus sentimientos no son más que productos de una evolución que ha avanzado al mismo ritmo que el cuerpo? Los científicos no saben decirnos nada, así que hemos de creer a los poetas cuando dicen que los sentimientos reposan en el corazón.