viernes, 5 de diciembre de 2008

La política

Esta sí que debe de ser la profesión más antigua del mundo. Es muy posible que en el momento en que cuatro australopitecos se vieron juntos, uno de ellos se haya creído en la obligación de organizar, decidir, mandar, dirigir, disponer, ordenar, resolver y administrar la vida de los otros. Y si los otros no lo admitían de buen grado, seguro que encontró pronto contundentes y eficaces argumentos para convencerlos. Aquel fue el primer político de la historia y el iniciador de la mayoría de los sistemas que han seguido hasta hoy con más menos refinamiento. Luego, los griegos dignificaron el poder al someterlo a la razón y a la libertad individual del hombre como miembro de la polis. Aristóteles escribe su Política y nos enseña que el poder, o sea, el Estado, no es unidad, sino pluralidad de individuos, y Pericles fija el ideal del político: saber lo que se debe hacer y ser capaz de explicarlo, amar a su país y ser incorruptible. El día que los griegos nos pasen factura por todo lo que nos han dado no vamos a tener cofres suficientes para pagarles.
La política es una profesión curiosa, vituperada por sistema, envidiada a veces, tenida en el fondo como un mal necesario, capaz de dictar sus propias normas de funcionamiento, omnipresente, universal, sobreviviente constante de sí misma. Todos somos irremediablemente sus clientes, queramos o no. Su acción influye decisivamente en nuestras vidas y, sin embargo, no exige titulación alguna ni ninguna preparación específica para su ejercicio. Es también la única que se puede ejercer de forma ilegal y pública; de hecho, ahora mismo, y no digamos antes, son más los que la practican sin ninguna legitimación de origen que los que la tienen en el mandato de sus conciudadanos.
Como el tiempo, como el amor o como la felicidad, a la política nadie ha logrado definirla. Tratadistas de todas las épocas han intentado decirnos en qué consiste, desde los enunciados más simples -ejercicio del poder- a los más solemnes: proceso de liberación colectivo de los seres humanos, hecho posible por la capacidad de entenderse entre sí para colaborar de forma permanente y estable. Groucho lo tenía más claro: la política es el arte de buscar problemas, encontrarlos, hacer un diagnóstico falso y aplicar después los remedios equivocados.
La clase política, esa clase política de nuestros desengaños, se lleva la palma del descrédito entre todas las actividades públicas. Los grandes y bellos conceptos suenan en su boca con un eco grisáceo que anula su significado hasta convertirlos en indiferentes. Los propósitos, las promesas, las palabras pomposas, las frases rotundas, tienen aquí su campo semántico propio que el ciudadano ha tenido que aprender casi como una medida de autodefensa ante la decepción. Puede darse por supuesta la honestidad de conducta, pero no parece posible hacer lo mismo en el desarrollo de las ideas, y eso ha llegado a aceptarse con la naturalidad de lo inevitable. Se impone la percepción de que no existe el político como ente individual, sino el partido. Las opiniones personales, expresadas a menudo con la firmeza de la convicción, no tienen ninguna credibilidad. Palabras tragadas, convicciones traicionadas, subordinación de la conciencia. Se aprieta el botón que el jefe manda, porque fuera de la carpa del partido, en la intemperie, hace mucho frío. Ay, política, mal necesario donde los haya. Sí, pero ¿cuál es la alternativa?.

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