miércoles, 30 de junio de 2021

Nueva profesión

Casi 23.000 aspirantes a astronautas, entre ellos 1.300 españoles, se han presentado a la Agencia Espacial Europea como candidatos a participar en alguna de las misiones que proyecta llevar a cabo en los próximos años. Tendrán que ser ciudadanos europeos y cumplir una serie de requisitos físicos y académicos, sobre todo en lo que se refiere a las áreas científicas y tecnológicas, además de contar con tres años de experiencia en sus respectivas especialidades. Todos ellos pasarán estrechos filtros y exigentes pruebas a lo largo de un año, hasta que al final queden tan solo cuatro o seis elegidos, que son los que se prevé que se necesiten. Un camino largo y difícil, escaso de certezas y de final incierto, que exige una entrega sostenida por una vocación a prueba de sacrificios y decepciones, como casi todas.

O sea, que ya han pasado los tiempos en que nuestros jóvenes aspiraban a ser bomberos, futbolistas o rockeros. Ahora puede que también, pero el desarrollo de la tecnología espacial y la incorporación a ella de nuevos actores, entre ellos Europa, han abierto un nuevo e inacabable campo en el que encontrar otros paradigmas de héroes y nuevos propósitos a los que aspirar como meta de realización personal. El espacio exterior, que desde el comienzo de la carrera por su exploración fue siempre un sueño de imposible realización que enfriaba toda vocación, se ha convertido ahora en una posibilidad más cercana y realizable, eso sí, solo para quienes tengan capacidades y cualidades muy concretas.

Afortunados ellos, que podrán contemplar nuestra casa desde la distancia y tendrán ocasión de modificar todos los resabios y prejuicios que da la proximidad. Perdido en la infinitud, solo en la inmensidad que lo rodea, nuestro planeta no podrá menos que inspirar reflexiones que desde aquí no pueden alcanzar más categoría que la de intentos. Quizá una de las soluciones para tomar conciencia exacta de nuestros actos como seres humanos y ordenar un poco nuestro mundo sería que todos pudiéramos dar una vuelta por ahí arriba y ver desde la negrura del vacío exterior este puntito azul en el que nos afanamos cada día con todas nuestras fuerzas. Nos parecería increíble que puedan caber en él tanto torbellino de ambiciones, de luchas por conseguir objetivos que desde allí nos parecerían menos que insignificantes, de disparates continuos y de energías gastadas en aras de lo efímero y lo inútil. No podríamos comprender que en aquella pequeña y preciosa bolita de tenue color celeste, la única en la que ha surgido la vida, sus habitantes no hayan conseguido vivir en paz completa ni un solo día desde que aparecieron en ella.

miércoles, 23 de junio de 2021

El espectáculo

Pocos son los que puedan ser actores en este gran teatro del mundo, y menos aún los que desempeñen algún papel que influya en la conducta y el pensamiento de quienes lo miran. Ni siquiera los que más fuerte parecen pisar en el escenario son otra cosa que comparsas de un guión escrito a golpes imprevisibles, amoral, acrítico, sin finalidad ni lógica, o sea, eso que llamamos el curso de la vida. La mayoría hemos de ser espectadores obligados, sin más posibilidad de influencia que un aplauso o un silbido de vez en cuando, pero casi siempre sin demasiadas consecuencias. Y es que somos eso, obligados. Podemos sentarnos en un rincón a hacernos preguntas existenciales hasta que nos demos cuenta de que no vamos a poder dar respuesta a ninguna de ellas, o podemos aceptar lo irremediable y contemplar el sainete tragicómico que se nos ofrece a la vista, procurando tener a mano una sonrisa, una lágrima y una mueca de escepticismo, porque alguna de las tres nos vendrá bien. Fijémonos, por ejemplo, en el espectáculo que nos brinda en estos días el siempre inquieto y sorprendente mundillo de la política.

El panorama que se nos ofrece por aquí es, cuando menos, original; seguramente no se podría encontrar en ningún otro sitio de nuestro alrededor. Debe de ser la primera vez que un Gobierno concede un indulto a unos delincuentes en contra de su voluntad, sin que lo hayan pedido, sin la menor traza de contrición y entre anuncios a los cuatro vientos de que volverán a cometer el mismo delito en cuanto los dejen libre. Y eso después tener enfrente un informe demoledor y una negación rotunda del Tribunal Supremo, más la opinión en contra de la mayoría de ciudadanos. Un espectáculo inédito que intenta explicar con una ilusoria prospección de futuro y con artificios sensibleros, ante la cara de asombro de algunos de sus propios ministros, que se ponen colorados cada vez que tienen que recitar las dos o tres frases manidas que les han preparado para justificar a su jefe. Nada tiene valor: ni la palabra dada, ni la erosión social, ni el debilitamiento de las instituciones, ni la dignidad. No hay nada por encima del objetivo supremo de mantener el poder. Todo en la línea de este presidente, que ya nos ha enseñado a escuchar sus promesas más ampulosas con cara de sorna.

En fin, que se nos acaba de ir la primavera sin que la aguda mirada de la señora ministra de Igualdad se haya dado cuenta de que es la única de las cuatro estaciones que es femenina. Vaya, igual acabo de quitarle el sueño.

miércoles, 16 de junio de 2021

En el fondo del mar

Nada puede explicar al ser humano cuando los límites de su razón se ven desbordados y la realidad se pierde en la oscuridad del infinito, allí donde no hay ninguna posibilidad de comprenderla. En nuestra mente limitada y acotada por los lindes de la lógica, solo tiene cabida lo que la ley natural admite en su seno, y eso que bien que nos empeñamos en forzarlo. Fuera de él todo se nos vuelve inquietante; todo es oscuridad, manotazos al aire, perplejidad, preguntas y reflexiones absurdas sobre el absurdo, desorientación de quien anda a tientas sin encontrar asidero. Esa ancla que se arrojó al fondo del océano con dos pequeños cuerpos atados a ella arrastró consigo el último resto de nuestra capacidad de entender al ser que somos en su totalidad, como alguien que ya había agotado toda posibilidad de causarnos asombro. Las preguntas se nos acumulan sin más repuestas que el eco que nos llega devuelto desde la oscuridad. ¿Cómo es posible que un sentimiento, en este caso los celos, alcance a ser tan inhumano como puede llegar a ser la convicción? ¿Qué puede explicar tanta concentración de maldad? ¿Qué fuerza tuvo que tener el mal para ser capaz de vencer la de unas caritas sonrientes y unas miradas infantiles en las que se reflejaba lo más puro y luminoso que los humanos tenemos a nuestro alcance?

Dicen que los niños tienen como don natural el de adivinar qué personas les aman. Seguramente es verdad. Seguramente tuvo que hacerse visible en algún momento aquel revuelto de odio, celos, venganza, crueldad e iniquidad que se trasluce al exterior cuando se pierde la condición humana y que ni siquiera el artista de mente más enfebrecida fue capaz de plasmar jamás ni en sus pinturas más negras. No lo sabremos nunca; será uno más de los secretos que guarda el mar. En esa ancla clavada en el fondo y destinada a perpetuar para siempre el sufrimiento de la madre, cabe todo el horror de la perversidad más cuidadosamente elaborada, y menos mal que ha dejado descubrir parcialmente su secreto.

Y ahora el dolor. Aligerado quizá por ser conocido y comprendido por todo el país y compartido por muchos que se han visto en una situación semejante o han sabido imaginarse en su lugar, pero con las zarpas intactas, desgarrando las entrañas en una acción, esta sí, individual e intransferible. No hay defensa, ni siquiera ante la oleada de solidaridad recibida y ante el enorme esfuerzo desarrollado por aclarar el caso. No hay más que la aceptación de una realidad inevitable para tratar de conseguir lo que ahora parece imposible: que no oscurezca la dimensión positiva que la vida ofrece.

miércoles, 9 de junio de 2021

Otra vez la luz

Otra vez el recibo de la luz vuelve a dar uno de esos saltos a los que nos tiene acostumbrados y, además, esta vez condicionando nuestro tiempo y nuestros hábitos. Esto de la energía eléctrica es todo ello un verdadero enigma en su significado pleno: algo muy difícil de entender o interpretar, algo que no se alcanza a comprender y que nadie es capaz de explicar. Desde luego, nadie lo intenta. Pagamos y ya está. Saben que van sobre algo que nos es imprescindible y que no van a tener enfrente más que protestas de bajo tono y una mansa resignación. Debe de ser que no merecemos ninguna justificación o acaso sea que no la tienen. A lo mejor es que las turbinas giran más despacio a las 2 que a las 3. Pero miren, casi mejor que no nos lo expliquen, porque vendrán con una ensalada de palabrejas y conceptos que le dejan a uno más confundido todavía y asombrado por la cantidad de cosas que paga en su factura. Ya se sabe que todo lo referente a la luz está muy oscuro y que si hay alguien experto en enrevesar cualquier realidad hasta convertir lo más simple en algo completamente incomprensible son las eléctricas, aunque los bancos y las telefónicas no se quedan atrás.

Los indignados de hace unos años que gritaban porque el Gobierno había subido el recibo un 8 por ciento son ahora ministros, y lo han subido un 26 %, y además nos obligan a estar pendientes del reloj para tratar de arañar algún euro a la factura. Y en esto sale la cortita de siempre a explicarnos que el gran temazo no es a qué horas conviene planchar para ahorrar algo, sino quién tiene que hacerlo. Será que así se conjura la pobreza energética. El feminismo como agente redentor y ella como su gran sacerdotisa.

La sensibilidad social de nuestros gobernantes es claramente mejorable. Con el paro desbocado y miles de hogares en ERTES, en un momento de retraimiento profundo del ahorro y del consumo, cuando cuesta más que nunca llegar a fin de mes, nos imponen este brutal tarifazo, que además supone el inicio de una cadena, porque todo lo que consumimos está hecho con electricidad. Echarán la culpa a las multinacionales y a las empresas del sector, pero no estamos ya en la época feudal, cuando el señor del castillo hacía lo que quería con sus súbditos sin que hubiera ningún poder por encima de él. Si hemos elegido un Gobierno es para que proteja a los ciudadanos de abusos y controle el funcionamiento de la sociedad en su conjunto, desde los medios productivos hasta todo aquello que afecte al bienestar general.

miércoles, 2 de junio de 2021

La voz que no se escucha

Es una más de las nuevas religiones que nos están imponiendo en esta época de descreimiento e indiferencia hacia los dogmas tradicionales: el culto a la juventud. Siempre lo hubo en mayor o menor medida, pero ahora parece alentarse aún más desde las altas instancias de todos los poderes, ayudado por la deriva tecnológica que ha emprendido nuestra sociedad, en la que cada día ya no tienen cabida elementos de la tarde anterior. Quien domina los artilugios técnicos que se han vuelto imprescindibles para poder vivir domina la sociedad, y en eso los jóvenes llevan toda la ventaja. En un mundo de códigos, claves, contraseñas, aplicaciones, palabras extrañas y escasa preocupación por la expresión, se sienten en su salsa frente a quienes esta revolución tecnológica les ha llegado de repente alterando el marco en que se desarrollaba su vida hasta entonces. Y sin embargo, toda esa desenvoltura no puede compensar la lógica falta del poso de conocimiento que aportan los años.

Qué cosa más agradable que una vejez rodeada de una juventud deseosa de aprender, pensaba Cicerón. Desde luego, en el campo de la política parece que ahora no hay nada que enseñar. Se desperdicia, aún más, se menosprecia la experiencia; se vuelve a caer en los mismos errores mil veces cometidos por los que gobernaron antes; triunfa el adanismo. Todavía no hace mucho veíamos la displicencia con que la portavoz socialista en el Congreso, una chica cuyo curriculum cabe en medio folio, criticaba a históricos dirigentes de su partido alegando su edad. Se ve que ya sabe todo lo que hay que saber y que nadie puede enseñarle más. Lo decía Maugham: "Es irritante la paciencia que hay que tener con los jóvenes. Nos dicen que dos y dos son cuatro como si nunca se nos hubiera ocurrido y se sienten terriblemente decepcionados si no participamos de su sorpresa al descubrir que las gallinas ponen huevos".

Pues claro que los tiempos cambian y que las circunstancias que nos rodean se renuevan continuamente, pero los factores que han de regir nuestra conducta ante ellas son permanentes y no admiten sustitutos: la prudencia, la reflexión, la sabiduría, la perspicacia, la serenidad. Todos ellos se acrecientan con los años. El búho de Minerva bate sus alas al anochecer, según observó el filósofo.

Y a la puerta de su casa, sentado en su banco, aprovechando los últimos rayos de sol antes de que llegue la ya cercana noche, un viejo sonríe levemente y recuerda una frase que oyó una vez y que nunca ha olvidado: los jóvenes piensan que los viejos son tontos; los viejos saben que los jóvenes lo son.

miércoles, 26 de mayo de 2021

Un vecino incómodo

Incómodo y falto de escrúpulos. Esos miles de niños y adolescentes que se lanzaron al mar en cuanto pudieron, jugándose la vida con tal de alcanzar la tierra soñada al otro lado del espigón, es una de esas imágenes que definen la indigencia moral de un gobierno, que no duda en animar a sus jóvenes a arriesgar sus vidas para escapar de la miseria y el hambre de su país. Se les ve nadar como pueden y llegar desfallecidos a la playa y, a los más fuertes, levantar los brazos gritando la alegría de haberlo conseguido. Luego vendrá la respuesta de la cruda realidad: la dificultad de acceder a la península, la imposibilidad de encontrar trabajo, el desamparo y la inseguridad de no tener documentación, la evidencia de que todo era una falsa promesa. Y mientras tanto, tratar de conseguir que alguien se fije en él y le dé una manta y un plato sin más palabras que algunas de ánimo y comprensión.

Todo resulta triste y decepcionante en este asunto, como siempre que están involucrados seres humanos movidos por la desesperanza. Para un país es más fácil librarse de sus masas hambrientas que darles de comer; se zafan del problema y además ingresarán buenas divisas con sus remesas. Y encima tienen en su poder un mezquino chantaje: o ustedes nos mandan buenas partidas de euros o nosotros les enviamos a nuestros niños y a nuestros jóvenes para que se hagan cargo de su miseria. Y, a juzgar por su tono desafiante y prepotente, sin tener el menor asomo de mala conciencia. Al revés: el que debe tener la conciencia salpicada es el que los recibe, y no el que los obliga a irse a causa de la corrupción, la desigualdad y la escasa preocupación por sus vidas.

Y luego aquí están, como siempre, los heraldos de su propia progresía, los eternos autoflagelantes que hacen responsable a Europa de todo el mal que acontece en los otros cuatro continentes. Acaso con buena fe, buscan las culpas y se olvidan de las causas, casi siempre con una argumentación que consiste en repetir la serie de tópicos que enseñaban los manuales de propaganda en las décadas de descolonización, allá por los sesenta. Podrán buscarse mil causas y seguramente se encontrarán muchas que estén más o menos relacionadas con esta situación, pero está claro que en primera instancia tiene un carácter más bien endógeno; reside en factores internos, como la invertebración social de estos países, su profunda corrupción institucional, la abismal desigualdad de sus clases, un concepto teocrático de la vida cotidiana, la escasez de inversiones en innovación o el empleo de una gran parte de los recursos en absurdos gastos militares.

Me lo decía una noche en una terraza de Tánger un amigo moro -"pues claro que moro, y a mucha honra"-; me lo decía con su expresión de estar de vuelta de muchas cosas y de comprender casi todo: "¿No ves a lo lejos las luces de España? No te extrañe que desde aquí se vean como una llamada del paraíso".

miércoles, 19 de mayo de 2021

La vuelta

Este fue el fin de semana de los deseos cumplidos después de un tiempo infinito en que hubo que tenerlos reprimidos. Ya nos habíamos acostumbrado a los fines de semana mortecinos y silenciosos, y a la triste soledad de lo que siempre habían sido espacios bullangueros y llenos de vida, y ahora, con el término del estado de alarma, recuperamos de golpe y con el ansia de beberlo todo de un trago, el afán por andar los caminos que nos lleven más allá de los límites de nuestro pequeño rincón. Esas riadas de gentes que se echaron a las carreteras y a las estaciones vienen a ser la expresión de la necesidad que tenemos de disfrutar de espacios y momentos diferentes, pero también de sentir los abrazos y la presencia de los que queremos después de tantos meses de tenerlos prohibidos. Vuelven los atascos, se preparan los alojamientos rurales para recibir de nuevo la avalancha de urbanitas y las playas se ven de nuevo invadidas por una multitud de cuerpos ansiosos de no hacer otra cosa que estar tirados en la arena. No se ha acabado la pandemia; el virus sigue ahí. Quién lo diría viendo las reuniones nocturnas en las calles y los botellones juveniles, justamente el sector que menos índice de vacunación presenta. Es la capacidad de abstracción que nos da el ansia de liberación y que nos invita a bordear la inconsciencia con tal de poder elegir si hemos de seguir o no los impulsos que nos tientan para ser felices.

Es posible, como se dice desde el poder con cierto tono voluntarista, que salgamos fortalecidos de esta prueba; lo que es seguro es que saldremos cambiados. Es posible que valoremos más lo que tenemos, eso que sustenta nuestra vida de cada día, y no demos tanta importancia a quienes tratan de dirigir nuestras ideas y nuestra conducta desde los todopoderosos medios que controlan manos interesadas. Posiblemente nos demos cuenta de que la seguridad y el bienestar que hasta ahora hemos tenido como algo que nos parece inherente a nuestra vida no tienen ningún certificado de garantía y que los escudos protectores de los que presumimos no hacen más que ocultar nuestra fragilidad como especie. Una visión más certera de nosotros mismos que nos permitirá cambiar la valoración de las cosas quitando importancia a unas y dándosela a otras.

Saldremos mejorados si nuestros gobernantes hacen un examen de conciencia sobre su labor y dejan de emplear tiempo y dinero en sus tonterías para centrarse en lo que de verdad mejora nuestra vida; por ejemplo en acabar con las listas de espera en la sanidad y dejar de empeñarse en esa idiotez del lenguaje inclusivo o en cambiar los nombres de las calles.

miércoles, 12 de mayo de 2021

Un poco de envidia

El ministro de francés de Educación, un tal Jean Michel Blanquer, debe de ser un tipo escaso de complejos que silencien sus convicciones en aras de algún rédito populista. No parece importarle mucho el griterío que puede desencadenar entre la progresía pseudofeminista, y desde esa ausencia de remilgos ha prohibido el lenguaje inclusivo en los colegios franceses. Se acabó enseñar a los niños a dañar la lengua con esa inútil reiteración de dobles expresiones de género. En la circular publicada y dirigida a las autoridades educativas de todo el país, se afirma que este tipo de escritura constituye un obstáculo para la lectura y la comprensión de lo escrito.

Dan un poco de envidia estos franceses en su defensa de aquello que los une, en este caso la lengua como el elemento más poderoso de estructuración nacional. Ya hace algún tiempo el Consejo Nacional había confirmado algo que convirtió en indiscutible: que no hay más que un único idioma oficial en toda la nación, que es el francés, y que no hay más que hablar. Que sí, que el bretón, alsaciano, occitano, corso, catalán y demás están muy bien y cada uno puede hablarlos cuanto quiera, pero que sólo sirven para usarlos con el vecino, y que nada de cambiar los rótulos de las carreteras y los nombres de las ciudades. Que una de las razones de la gran cultura francesa es su lengua, y que ninguna habla local, por muchas aspiraciones de gran idioma con que lo presenten, va a hacerle sombra. Que nada de pagar intérpretes para que traduzcan al francés las palabras de un francés y que todo ciudadano debe poder recorrer cualquier región de su país sin sentirse extraño en ella. Que un niño de la Provenza ha de seguir teniendo la posibilidad de ir a un colegio de Bretaña sin ser sometido a una obligada inmersión lingüística, aderezada con muchas gotas de hecho diferencial. Tienen a su lengua nacional como su más alto signo de identidad. Han sabido respetarla y convertirla en el símbolo supremo de su identidad. Sin ser un idioma que cuenta con gran número de hablantes, han logrado que esté presente en los planes de estudio de muchos países y que sea lengua oficial de casi todos los organismos mundiales.

Ahora no quieren aceptar su degradación en los textos escolares, porque "la escuela es el lugar en el que el niño se convierte en ciudadano gracias a una cultura común, y no puede ponerse en peligro ante los intentos de quienes quieren llevar la revolución al lenguaje. Porque el lenguaje es la razón común, no una razón de parte". Sí que dan un poco de envidia.

miércoles, 5 de mayo de 2021

La manifestación del trabajo

Este primero de mayo, a pesar de la pandemia, ha sido uno de los más honrados por los miembros del Gobierno. Hasta siete ministros salieron a la calle a reivindicar lo que está únicamente en su mano hacer. Es curioso el espectáculo de un Gobierno manifestándose contra sí mismo. Se pedía derogar la reforma laboral, poner en marcha la agencia social pendiente, acabar con la dualidad del mercado de trabajo y un montón de cosas parecidas. Pues se lo podían decir a las ministras que tenían a su lado, sin tanto aspaviento. A no ser que se trate de brindarnos la ocasión de ver un nuevo modo de ejercer la política: los miembros del Gobierno en una manifestación contra la oposición, que no gobierna. Esa era la cuestión. Por mucho Día del Trabajo que se celebrara, los intereses de los trabajadores parecían contar muy poco. Se trataba de hacer campaña contra el gobierno de una comunidad autónoma, que estaba en elecciones.

Estas manifestaciones a fecha fija por fuerza han de tener un componente artificioso, como todo lo que se encorseta en un momento concreto del que no pueden salir. Lo que debería ser una llamada de aviso al Gobierno para que preste atención a la reivindicación ciudadana del día que se celebra, suele convertirse en un batiburrillo en el que lo mismo se agitan las banderas feministas que las animalistas, las ecologistas o las que reclaman cambiar el reglamento de la petanca. En esta del trabajo, naturalmente intervino el dúo sindical, bien acompañado por las ministras. Repitieron sus consignas habituales, dijeron unas cuantas cosas que suscitaron el interés de media docena, fuéronse y no hubo nada.

El viento que agitó la renovación política y que obligó a tantas redefiniciones y a tantos análisis internos, y ante el que muchos sólidos estamentos doctrinales hubieron de iniciar un proceso de reorientación y hasta de redenominación, parece haberse olvidado del mundo sindical en su afán renovador. Sin apenas influencia, sobrepasados por el veloz ritmo de las concepciones económicas emergentes, con un escaso índice de afiliaciones, y en consecuencia  de cotizaciones, aferrados a los presupuestos públicos, los sindicatos siguen con su lenguaje arcaico y sus tendencias sectarias, manejando sobados conceptos sacados de los viejos manuales. La manifestación del sábado hará por el trabajo y la creación de empleo lo mismo que las anteriores. El parado seguirá con la angustia de ver cómo su familia puede sobrevivir cada mes, sumido en la desesperanza, y con la amarga sensación de que nadie de los que estaban allí se acuerda ya ni de lo que reivindicaba.

miércoles, 28 de abril de 2021

El triunfo de lo vulgar

Entre las cosas que este tiempo tecnificado y globalizador nos está llevando, quizá a la que menos importancia demos, a pesar de ser sumamente evidente, sea el sentido de lo bello como categoría. El gusto por el buen gusto, el respeto hacia los demás y hacia uno mismo basado en la búsqueda de una imagen agradable de las cosas. La moda es practicar una trasgresión constante de la estética, tanto en lo material como en lo inmaterial. Lo roto, lo sucio, lo zarrapastroso, y en otros aspectos, los berridos, las groserías, todo triunfa como seña de identidad de nuestro tiempo. Debe de ser cosa de los momentos de desorientación, cuando se han perdido los ideales y ya nos causa cansancio todo lo que nos ha mantenido hasta ahora o cuando casi todos los caprichos se han cumplido y nada nos llena, que llega la hora en que aflora lo más rastrero en todas sus manifestaciones. Estamos asistiendo al triunfo absoluto de lo cutre, lo inmundo y lo fétido. Peor aún, a su normalización; peor aún: a su instalación como categoría propia. Es un espectáculo continuo, que hace pensar que, si esto es lo que nos ha traído la generalización de las comunicaciones, quizá habría que lamentarlo por lo que afecta a la salud intelectual de la ciudadanía.

Ya no es solo en la moda o en las tendencias artísticas, donde cualquier extravagante adefesio encuentra acomodo bajo la capa de la modernidad. Es también en las conductas personales y en las actitudes que determinan los comportamientos sociales y que se reflejan de manera clara en los programas de algunas cadenas de televisión. Personajes que subastan su dignidad al mejor postor, gentes que venden su intimidad por un cuarto de hora de gloria. Hace poco, el hijo de una famosa folclórica convertía en un serial los problemas de herencia que tenía con su madre. Ahora es la hija de otra folclórica la que mantiene en vilo al país cada día desgranando por capítulos su relación con su ex marido y su hija. Y antes fueron otras y luego serán otras más. La telebasura se alimenta a sí misma. Por lo visto no cansa ni mancha a quienes nos la ponen delante, y seguramente estará engordando los bolsillos de todos. Al margen de toda consideración moral, y antes de que alguien salte con el consabido argumento de la relatividad de ese concepto, lo cierto es que cualquier programa de esos es un torrente de mal gusto, verdadero monumento al feísmo y la cutrez. Pero hay que decir que al menos sirven para hacer felices a miles de espectadores cada día. A lo mejor es, como ya decía Petrarca, que es tan grande nuestro miedo a encontrarnos solos que buscamos refugio en la vulgaridad.

miércoles, 21 de abril de 2021

El lenguaje de la ministra

Las ministras del progresismo, con el presidente a la cabeza, se han empeñado en cada alocución que nos dirigen en enseñarnos a hablar correctamente, sin lenguaje sexista. No lo tienen fácil, porque han de luchar contra la tendencia natural de nuestra lengua a la economía de las palabras, pero emplean buena parte de su capacidad y de su tiempo en decirnos qué términos hemos de usar y cuáles deberían incorporarse al idioma para el mayor bienestar de sus hablantes. Viene de atrás. Recuerden a Carmen Romero con sus jóvenes y jóvenas, a la que siguió otra inflamada también de vocación innovadora, Aído, que regaló al idioma aquello de miembros y miembras. Ahora toma el relevo la actual ministra de Igualdad, una señora que pone toda su autoridad intelectual a nuestro servicio para que nos expresemos mejor. En alguna noche de insomnio, en el silencio de la sierra, seguramente se preguntaría qué podía hacer ella para elevar la calidad de expresión de los hispanohablantes, pues eso de usar solamente ellos y ellas resultaba muy impreciso. Y encontró la respuesta: añadir un tercer género, así no hay posibilidad de que nadie, sea lo que sea, se sienta excluido de la acción del verbo. O sea que hay masculino, femenino y otro que no es ninguno de los dos. Él, ella, elle. Hay que ver cuánto tienen que discurrir algunos políticos para hacernos más civilizados. Claro que luego puede que vengan los lingüistas y estudiosos de las estructuras del idioma a decirnos que existe un género llamado de sentido, que incluye a los dos sin necesidad de especificar el segundo, y  mucho menos de inventar un tercero, pero qué saben ellos. No se dan cuenta de que con eso se causa profundos traumas y hace que una gran parte de la ciudadanía viva con la dolorosa sensación de sentirse discriminados, discriminadas y discriminades.

Esta necesidad apremiante para el equilibrio psíquico general no encuentra ningún agradecimiento en quienes deberían ser sus destinatarios, que se dan cuenta de que el idioma es bastante más sabio que los que tratan de forzarlo. El resultado es que todo texto se convierte en un fárrago insufrible; su lectura se hace fatigosa y agobiante por reiterativa, y los discursos, sobre todo los políticos, se vuelven más insoportables que de costumbre.

Y a mí que siempre me pareció cruel aquello que escribió González Ruano sobre los políticos de su tiempo: "Pensar que bromas humanas, como son determinados ministros, van a quedar siquiera en los diccionarios enciclopédicos, es asunto como para tumbarse de risa y no poder continuar este breve artículo". Pues miren, ahora ya no me parece tanto.

miércoles, 14 de abril de 2021

La vacuna

Es nuestra mayor esperanza para salir de esta. La única. Llegó muy pronto si se compara con otros casos parecidos, pero se nos hizo muy larga su espera, a pesar de que pocas veces la ciencia ha dado una respuesta tan rápida y múltiple a una epidemia producida por una enfermedad infecciosa. La vacuna contra el coronavirus se ha convertido en el hallazgo científico más importante, o al menos el más trascendente de los últimos tiempos, y nuestra época le va a deber el haber evitado una larga etapa de dolor y muerte, con los terribles dramas familiares de soledad en el momento final y de miedo a vivirlo en la propia carne. Y aún más, tener la posibilidad de una pronta recuperación que atenúe la crisis económica, social y laboral que se espera. La vacuna ya no es solo un deseo lejano e inconcreto. En las caras y palabras de las gentes que aguardan pacientemente en la cola de la vacunación puede adivinarse la expresión de alivio de quien por fin ve realizada una esperanza largamente mantenida.

Sigue habiendo quienes se oponen a ellas. Siempre los hubo, desde el momento en que aparecieron, hace ya más de doscientos años. Entonces se esgrimieron argumentos religiosos, éticos, de efectividad, de seguridad y hasta de libertad. Los de ahora apelan a sus posibles consecuencias como generadoras de otros trastornos, a razones económicas e incluso a extrañas conjuras relacionadas con el afán de dominio del individuo. Es curioso, pero resulta que en la era de la información global y del racionalismo aplicado, los argumentos son más débiles y presentan una mayor carga artificiosa. Es evidente que las vacunas, como la anestesia o los antibióticos, son uno de los grandes hitos de la medicina y posiblemente el que más vidas salvó. Uno aún recuerda, entre la bruma de sus pocos años, oír al médico de nuestra familia hablar de Jonas Salk, que acababa de descubrir la vacuna contra la polio, que tantos estragos estaba causando entre la población infantil en aquella epidemia de los años cincuenta. Lo citaba con la devoción que se tiene al héroe, y algo de eso quedó grabado en mí desde entonces. Esta vacuna de ahora no tiene padres conocidos. Los individuos han sido sustituidos por equipos de empresas distintas, que la han logrado obtener en un tiempo mínimo y casi simultáneamente. Es fácil de administrar y se reparte universalmente sin tener que recurrir, ni mucho menos, a acciones heroicas como la de Balmis.

La civilización no la salva siempre un pelotón de soldados, como decía Spengler, sino un científico en su laboratorio. Y si es cierto que las esperanzas corren más que el progreso, en este caso ambos han llegado casi a la vez, para bien de todos.

miércoles, 7 de abril de 2021

Primavera desapercibida

Segunda Semana Santa envuelta en un silencio que no proviene precisamente del recogimiento propio de estos días, sino del vacío. Un vacío que todo lo llena. Estamos viviendo el protagonismo de la ausencia. Lo que siempre fueron masas y multitudes expectantes son ahora grandes huecos silenciosos en los que no hay más presencias que las de los actores en el escenario. No hay nadie en las gradas de los estadios de fútbol, ni en los oficios religiosos de las iglesias; en los cines, teatros y actos culturales, las palabras apenas tienen quién las reciba, y las grandes ferias y fiestas vuelven a estar calladas un año más. Hasta la primavera parece estar pasando de puntillas por nuestros campos, sin que nadie se pare a piropearla ni la vea como una metáfora del renacer.

Nos dicen que, cuando todo esto acabe, nos espera una travesía difícil hacia la normalidad que perdimos, y que no será en breve plazo. Crisis es esa palabra maldita que está en todas las bocas y en todas las partes, hasta en los aledaños del poder, que no suelen reconocerla fácilmente. Crisis en la economía, en la sanidad, en la justicia y en la educación. Crisis también en el empleo, en el comercio, en nuestros bolsillos y hasta en nuestros hábitos, que quizá ya no serán los mismos. Crisis de ideas y de voluntades. Crisis de confianza y de esperanza. En realidad, casi todas ellas son más o menos permanentes, y por tanto llevaderas, pero cuando se les añade las de unidad e identidad todas se potencian y se nos presentan con una cara más cruda. Ojalá que el virus, con su terrible exhibición de poder, nos haya traído una nueva forma de mirar la realidad, alejada del terruño y de particularismos, para abarcar la totalidad del horizonte y centrar fuerzas en lo que realmente importa a todos. Que nuestros políticos se deshagan por una vez de sus eternas querencias sectarias y aúnen sus ideas y sus esfuerzos para empujar el carro hacia adelante.

Vamos a creer que cuando nos libremos de esta pesadilla tengamos una ilusión renovada y nuevas ganas de hacer cosas, como si hubiésemos dejado atrás un camino accidentado y entrásemos en otro más brillante y sosegado. Una mirada hacia atrás nos enseña que después de todas las grandes pandemias que diezmaron naciones enteras a lo largo de los siglos, casi siempre ha venido un período de euforia que propicia un progreso material y de pensamiento y una forma más positiva de ver las cosas. Los que tengan ocasión de contemplar este tiempo con perspectiva de años, quizá lo señalen como el punto de referencia que marca el fin de una época y el comienzo de otra.

miércoles, 31 de marzo de 2021

Atasco en el canal

Ese buque atascado en el canal de Suez es el símbolo del estado de extrema fragilidad al que nos ha llevado el afán de desarrollo material basado en el culto a la técnica y en la creencia de que posee una capacidad poco menos que infinita. Basta un leve tropiezo que obstaculice el paso en una pequeña arteria para que se provoque un infarto que afecta al sistema circulatorio de todo el mundo. Les sacudieron temblores a los mercados financieros y a los despachos donde se controlan los índices económicos, ante la posibilidad de que aquello se prolongara y los trescientos barcos que aguardaban allí cargados de mercancías tuvieran que dar la vuelta a África para llegar a Europa, y también nosotros debimos mirarlo con cierta preocupación, porque al final seríamos quienes lo pagásemos como consumidores. Este mundo del mercadeo es tan interdependiente y está tan entrelazado por dentro que no hace falta ni que la mariposa aletee; basta su suspiro para que se tambalee hasta el último eslabón de la cadena.

Hemos aceptado la globalización como una fuerza poderosa, capaz de igualar las aspiraciones de las distintas sociedades y de suavizar las diferencias entre sus diferentes niveles de desarrollo, y no nos damos cuenta de que en su misma condición de globalidad lleva el reverso de su enorme fragilidad. Cualquier disfunción, por lejana e inocua que parezca, es capaz de afectar gravemente a la economía mundial, incluso de  paralizarla. Suez al fin y al cabo no es más que una vía de agua; imaginemos lo que sucedería si cae internet.

La base de la globalización, ya desde los fenicios, es el comercio, y su consecuencia la formación de una comunidad de intereses universales, que tienen como punto común aspiraciones, gustos y conceptos coincidentes, en la medida que ninguna ideología o religión consiguieron. La uniformidad en los estilos, las costumbres, los modos de vivir la vida cotidiana y hasta las formas de diversión, tiene su contrapartida en la generalización de los hallazgos científicos y en la extensión del progreso de unos a los que no lo alcanzan por sí mismos. Estamos en un mundo en el que ya no concebimos que cada área económica consuma únicamente sus propios productos ni se atenga solo a su propia ciencia y tecnología. Y lo  mismo pasa con la ética, la moral, el pensamiento y la cultura. Podemos verlo como un factor de progreso o abominar de sus resultados, pero se trata de un fenómeno que está inmerso en el fluir natural de la historia y que ahora la tecnología ha hecho aún más acelerado.

Y mientras tanto aquí, empeñados en que nos entendamos en bable.

miércoles, 24 de marzo de 2021

Escapada saludable

Santa Cristina de Lena
La pandemia nos ha traído un confinamiento no sólo físico, sino mental, de ruptura con todo lo que nos hacía sentirnos libres y nos permitía el disfrute de la vida a nuestro aire. Esa fatiga pandémica que se ve ya como una amenaza en muchos casos y que puede encontrar su antídoto procurando airear el pensamiento. Un buen ejercicio puede ser salir por un momento del presente y acercarse a nuestro pasado. Hacer, por ejemplo, un recorrido, fácil y cercano, por las huellas de aquel reino en el que nació Asturias como entidad histórica y cuyas manifestaciones máximas son los monumentos prerrománicos.

Asturias hace su entrada en el gran libro de la cultura occidental de una forma humilde, pero singular, con una modesta campanada cuyo eco aún retumba mil años después. Hijo de nadie y de todos, nacido en un rincón del viejo Imperio y en otro rincón aún más pequeño de la Alta Edad Media, sucesor, por la fuerza de las circunstancias históricas, del arte visigodo, nuestro prerrománico se afincó en las páginas de la Historia del Arte con una voluntad de permanencia que ni sus propios creadores habrían podido siquiera intuir. Y ahí lo tenemos, convertido en patrimonio de la Humanidad y salvado para siempre en virtud de la afortunada evolución de la sensibilidad hacia los testimonios de nuestro pasado. El Prerrománico es, sin duda, el esfuerzo más vigoroso y más coordinado que Asturias realizó por colocar su nombre en la mente colectiva de la cultura europea. Y a fe que lo logró.

El caso es que se trata de un regalo indirecto, hecho a Asturias por el Islam, que, al invadir tierras cristianas obliga a sus habitantes a refugiarse en nuestra tierra como último reducto y, claro, traen todo su saber constructivo y teológico, que era infinitamente mayor que el nuestro. Los recién llegados, en su propósito de restaurar el orden perdido, no sólo tratan de dar continuidad a las estructuras sociales rotas, sino que intentan reproducir en la nueva tierra el marco cultural de su reino y de su capital, Toledo. Antes del siglo VIII en Asturias no había edificios levantados con las más pequeñas pretensiones; de pronto, la región se cubre de monumentos capaces de perdurar y de admirar a los siglos siguientes. También en esto se anticipó a la metáfora del monje Glaber. Arte presciente, vaticinador, si es que un arte puede serlo, pero sí, miren la integración de los elementos escultóricos en los arquitectónicos o la concepción del espacio litúrgico; todo eso alcanzará su plenitud en el románico, pero ya está aquí anticipado. En sus escasos dos siglos de vida, el prerrománico asturiano ejemplifica a la perfección la teoría sobre las fases de la evolución artística. Es arcaico en Santianes, bello en San Julián, Bendones y Nora, sublime en el Naranco y en Santa Cristina, e imitativo en Valdediós, Gobiendes, Tuñón y Priesca.

Con el traslado de la corte a León, terminaba el período artístico más original y creativo de toda nuestra historia, cuyos resultados han acabado por convertirse en el que es, sin duda, el rasgo más diferenciador de nuestra identidad cultural.

miércoles, 17 de marzo de 2021

Revuelo permanente

No hay nadie con más afición a crear conflictos que la clase política. Debe de estar en su misma raíz, porque resulta imposible verla con las aguas aquietadas, aunque sea por un momento, como si tuviera miedo de perder su identidad si se sosiega. Un mar en permanente agitación, a veces de tormenta, que nos salpica a todos y nos inquieta con sus continuos caprichos de niña insatisfecha. Sus oficiantes, al menos en estos últimos años, parecen condenados a no ser capaces de permanecer quietos en su sitio sin incordiar y sin hacer todo lo posible por meternos en el cuerpo preocupaciones inventadas. ¿Que tenemos una Constitución que funciona, que da estabilidad y que ha demostrado su eficacia en momentos difíciles a los largo de cuarenta años? Pues llega un grupo de aprendices y dice que hay que tirarla abajo; naturalmente, para aumentar la felicidad de los ciudadanos. ¿Que alguien de otro bando lo está haciendo bien en el gobierno? Pues no solo no se lo reconocerán jamás, sino que se hará lo posible por echarlo y poner a uno de los suyos, aunque sea un cenutrio; por supuesto, por el bien de la gente. ¿Que nos va bien con alguna norma que viene de atrás? Pues hay que cambiarla por antigua y carca; claro está que para nuestro bienestar. Buscar problemas donde no los hay, encontrarlos, hacer un diagnóstico falso y aplicarles un remedio equivocado; vemos cada día cómo algunos parecen empeñados en dar cuerpo real a esta conocida definición grouchiana de la política.

Tanto como se ha hablado de la erótica del poder y resulta que no es más que una pasión elemental y fácilmente entendible hasta para los que no la tenemos. El ansia de mando, la ambición y el afán de dominio sobre los demás son tan antiguos como el hombre, por más que en las sociedades civilizadas se presenten revestidos de un ropaje legislativo y ordenado en aras de la convivencia social. Estos días hay un revuelo en dos gobiernos regionales que ha roto la normalidad que se suponía habría de durar toda la legislatura. No parecía que hubiera un motivo especialmente grave ni acuciante; simplemente la eterna razón del quítate tú que quiero ponerme yo. La última pirueta, la de un vicepresidente del Gobierno que renuncia a su cargo para ser un simple candidato autonómico, seguramente oculta razones no declaradas, pero en todo caso viene a indicarnos la compleja estructura psicológica de quienes han sido afectados por lo que ya los griegos llamaron hibris, y que en el campo político siempre termina encontrando su némesis. Lo malo es que, cuando llega, sus efectos casi siempre acaban por afectarnos a todos.

miércoles, 10 de marzo de 2021

Tres generaciones

 Cuando uno lee las memorias de algún combatiente de la guerra civil o, mejor aún, si tuvo la suerte de oír de su propia voz los recuerdos de su experiencia en las trincheras, se siente invadido por un profundo respeto y una inevitable sensación de estar ante alguien con quien el destino tiene una deuda que no va a pagar jamás. No importa el bando ni el uniforme que le haya caído en suerte; cuerpo a tierra, con las balas silbando alrededor y el aire convertido en un espeso olor a pólvora quemada, todos los miedos son iguales. A aquellos hombres les fueron secuestrados los mejores años de su juventud y obligados a vivirlos entre la metralla y el fuego de un conflicto cainita. Luego, acabada la guerra, hubieron de hacer frente a la tarea de reconstruir un país arrasado, y lo hicieron soportando todo tipo de penurias y escaseces, en medio de limitaciones de toda índole y de recuerdos dolorosos aún sin cicatrizar.

La generación siguiente, la nacida en la posguerra, ya pudo recoger los frutos de ese esfuerzo y vivió al ritmo del progreso económico que transformó el país hasta niveles nunca alcanzados. Pero al final de este período le tocaba enfrentarse a la reforma total de las estructuras políticas y sociales para poner a España en la misma línea que los países de nuestro entorno. Esta fue la generación de la Transición. Con espíritu de consenso, sin ánimo revanchista y cediendo cada uno lo necesario, una serie de políticos, apoyados por la sociedad, a la que supieron hacer partícipe de su empeño, lograron articular un nuevo sistema de convivencia que se plasmó en una nueva Constitución, aprobada en referéndum por una gran mayoría. Esta es la generación que, por primera vez en varios siglos, deja a los que vienen detrás un largo período de progreso y de paz sin adjetivos. La generación de los que ahora agonizan en soledad en las UCI o esperan en las residencias alguna visita, mientras asisten atónitos al empeño de algunos por destruir su legado. Bien merecen un recuerdo agradecido de todos.

La que ha venido después, la que ahora nos gobierna, se ha encontrado con un mundo de cambios acelerados, en el que los principios se han convertido en enunciados relativos y los valores que nos han hecho fuertes se someten a la conveniencia del momento. Además, ha tocado poder una pandilla de arribistas, criados a los pechos del estado de bienestar, que pretenden acabar con el sistema y volver a la casilla de inicio, justo el ámbito donde comenzó la tragedia de aquella otra generación. Cómo se echa de menos en estos dirigentes de hoy la fortaleza de los que vivieron la guerra y el sentido común y el patriotismo de los que hicieron la Transición.

miércoles, 3 de marzo de 2021

Un año ya

Siguen tristes nuestras calles, especialmente los sábados y domingos, cuando no hay transeúntes obligados cumplir con sus quehaceres. Pesa sobre su ambiente algo como un hálito amenazador que las priva de su capacidad de invitación a encontrar en ellas el disfrute que siempre nos ofrecieron, y a la vez convierte estos días de acercamiento a la primavera en un tiempo indiferente, como si el inminente rebullir de la naturaleza hubiese dejado de ser un símbolo de esperanza. Quién ha visto nuestras ciudades y quién las ve ahora. Los alegres domingos de vermut y fútbol, de bullicio juvenil o de simple paseo familiar; la vida ocupando el espacio con su cara más lúdica, con saludos sin temor y conversaciones cercanas, sin distancias preventivas de ninguna amenaza. Qué vacío este y qué ausencia de sonido de fondo, como en un mar muerto. Se cumple ahora un año desde la llegada de aquel lejano virus que nos encerró en casa. Pesa ya el tiempo detenido como en una estación sin tráfico. Se convierte en enemigo la monotonía de las horas que se repiten iguales, como si fuera una sola sin fin. Surge la añoranza de los viajes, de las reuniones en libertad, de los abrazos a quienes se quiere, y a la vez no podemos desprendernos del pensamiento de que el virus sigue ahí y que se ha llevado a cien mil compatriotas. Quizá luego alguien sistematice todo esto como un nuevo trastorno del ánimo y hasta le ponga un nombre, el síndrome pandémico, o algo así; sería un daño añadido.

Un año ya y todo sigue parecido. Hemos aprendido a combatir el virus mediante alteraciones importantes de nuestra conducta social y, por supuesto, con nuevos hallazgos científicos sobre la prevención y el tratamiento, pero ni siquiera esta situación de emergencia ha servido para suavizar las asperezas que impiden una relación fructífera entre los partidos ni para impulsarlos a pensar mirando al conjunto por encima de su propio campo. Siguen en sus trincheras, en muchos casos alejados de las aspiraciones y necesidades de la sociedad, y poniendo sus intereses por encima de lo que dicta el sentido común. Ahí está otra vez la tabarra feminista tratando de repetir el disparate del año pasado con tal de mostrar su fuerza. Tampoco la visión cercana de tantas despedidas definitivas ha servido para que los extremistas fanáticos se detuvieran un momento a pensar en la relatividad de sus convicciones, si es que alguna puede habitar en sus cerebros; como si no fuera bastante, siguieron añadiendo destrucción e inquietud a las calles y hundiendo aún más la economía de su ciudad. Qué sensatos seríamos si aprovechásemos la amarga lección aprendida este año.

miércoles, 24 de febrero de 2021

Ira en las calles

Es difícil comprender, y no digamos explicar, lo que hemos visto este fin de semana en algunas ciudades, sobre todo en Barcelona. Cuál es la verdadera razón de que unas nutridas hordas desbocadas salgan al asalto de la ciudad destruyendo todo lo que encuentran, arrasando comercios y bienes públicos y dispuestos a causar el mayor daño físico posible entre los que tienen la misión de contenerlos. Si uno se fija individualmente en ellos verá que parecen productos clónicos: todos vestidos de negro de los pies a la cabeza, dejando tan solo al descubierto los ojos, en los que brilla la misma mirada enfebrecida, una actitud de manada, culto a la brutalidad y ausencia absoluta de indicios de querer aproximarse a algo parecido al diálogo. En conjunto, una imagen real y nada simbólica de la parte más irracional del ser humano. Dicen que luchan por defender la libertad de expresión, que por lo visto encarna un tipo al que es imposible arrancarle dos frases que tengan sentido. Su antología de barbaridades es solo inferior a la cantidad de odio que destilan, y en su contenido pueden encontrarse todas las variantes del agravio: insultos, amenazas, injurias, incitación a la violencia, todo en ello con ripios pareados propios de un adolescente semianalfabeto y recitados con el subyugante y melodioso ritmo rapero. A este individuo salen a defender sus compinches arrasándolo todo cuando le llegó la hora de rendir cuentas. Pero hombre, si habría que haberle juzgado antes que nada por ofensas a la música y la poesía.

Ya se ha convertido en algo acostumbrado. Cualquier pretexto y cualquier ciudad les vale para salir a destruirlo todo. Si no es por la globalización es por el cambio climático o porque sí; no hay ciudad que se vea libre. Suelen ser una amalgama en la que los que de verdad van de buena fe a ofrecer su presencia para solucionar el problema son los menos; los más son niños de papá con todo resuelto o botarates que acuden como borregos a la llamada de cualquier tuit, a los que se incorporan energúmenos de todo pelaje: profesionales del conflicto, aprovechados en saqueos y pillajes, expertos en formas y maneras de causar daño y hasta teóricos de la guerrilla urbana. Y al fondo, el ciudadano de a pie que ve cómo su ciudad sufre unos destrozos que va a pagar él con sus impuestos o el comerciante que se ha quedado con los cristales rotos y su tienda saqueada.

Si asolar una ciudad es una forma de solidarizarse con la libertad de expresión, pueden sus defensores sonreír con esperanza, al menos aquí, porque hay un partido en el propio Gobierno que los anima.

miércoles, 17 de febrero de 2021

El absurdo como norma

El absurdo es uno de nuestros compañeros de vida. Nos rodea por todas partes. No es de ahora; desde siempre se ha asentado entre nosotros como un comensal más dando lugar a teorías, disquisiciones y hasta tendencias creativas, quizá porque su presencia es tan fecunda como la de la lógica. Es como si entre la razón humana y el absurdo hubiera una afinidad secreta. De hecho, más de una vez se ha visto resultar mal las cosas más razonables y bien las más absurdas. Un fiel camarada este atrabiliario elemento que llamamos absurdo, sin duda porque absurda es su misma existencia.

El absurdo pierde su cariz negativo cuando el que lo practica es consciente de que lo es. Lo malo es cuando se llega a él creyendo que se está diciendo o haciendo una obra genial, que es lo que pasa casi siempre. Cada uno seguramente tendrá su inventario de absurdos, y, juntos todos, deben de formar una lista capaz de envolver las pirámides. Lo que pasa es que de tan habitual que es terminamos teniéndolo por normal. Es absurdo, por ejemplo, prestar dinero a alguien y que encima nos cobre, como nos hacen los bancos, o que se llame latina a una América en la que ningún habitante del Lacio tuvo nada que ver. ¿Y qué es el absurdo? se atreve a preguntar uno. Pues lo contrario a la lógica y al buen sentido, podría responderse, pero ahí estarán Jardiel, Groucho, Ionesco y muchos otros contestándonos a coro que es la única verdad absoluta con que cuenta el hombre. Quizá porque también es un ser absurdo.

Existe una narrativa y un teatro del absurdo hasta constituir un género literario, pero donde más abunda es en el campo de los políticos, eso sí, sin pizca de ingenio y sin la fuerza creativa y la capacidad simbólica del anterior. Siempre ha sido así, pero en estos tiempos en que todo se hace más visible, parece que hace sentir aún más su presencia. Miren lo que se puede reunir solo en unos pocos días:

Es absurdo que el vicepresidente de un Gobierno ataque a la jefatura del Estado de su propio país o que afirme que en España no hay una democracia verdadera; será porque no se explica que un partido que apenas es la cuarta fuerza del Congreso esté cogobernando. Que cuando se quiere frenar el grave problema del despoblamiento rural se prohíba controlar la presencia del mayor enemigo de los ganaderos. Que en plena pandemia nuestros gobernantes se preocupen de preparar leyes, como la llamada ley trans, que viene a decretar que ya puede uno tener los atributos naturales que tenga, que eso no determina su sexo; lo determina su voluntad; no necesita más que querer y, eso sí, haber cumplido dieciséis años, lo que no deja de ser un detalle.

Creo porque es absurdo, dijo un santo filósofo, resignado a no entender nada. Como nosotros.