
Es difícil comprender, y no digamos explicar, lo que hemos visto
este fin de semana en algunas ciudades, sobre todo en Barcelona. Cuál es la
verdadera razón de que unas nutridas hordas desbocadas salgan al asalto de la
ciudad destruyendo todo lo que encuentran, arrasando comercios y bienes
públicos y dispuestos a causar el mayor daño físico posible entre los que
tienen la misión de contenerlos. Si uno se fija individualmente en ellos verá
que parecen productos clónicos: todos vestidos de negro de los pies a la
cabeza, dejando tan solo al descubierto los ojos, en los que brilla la misma
mirada enfebrecida, una actitud de manada, culto a la brutalidad y ausencia
absoluta de indicios de querer aproximarse a algo parecido al diálogo. En
conjunto, una imagen real y nada simbólica de la parte más irracional del ser
humano. Dicen que luchan por defender la libertad de expresión, que por lo
visto encarna un tipo al que es imposible arrancarle dos frases que tengan
sentido. Su antología de barbaridades es solo inferior a la cantidad de odio
que destilan, y en su contenido pueden encontrarse todas las variantes del
agravio: insultos, amenazas, injurias, incitación a la violencia, todo en ello
con ripios pareados propios de un adolescente semianalfabeto y recitados con el
subyugante y melodioso ritmo rapero. A este individuo salen a defender sus
compinches arrasándolo todo cuando le llegó la hora de rendir cuentas. Pero
hombre, si habría que haberle juzgado antes que nada por ofensas a la música y
la poesía.
Ya se ha convertido en algo acostumbrado. Cualquier pretexto y
cualquier ciudad les vale para salir a destruirlo todo. Si no es por la
globalización es por el cambio climático o porque sí; no hay ciudad que se vea
libre. Suelen ser una amalgama en la que los que de verdad van de buena fe a
ofrecer su presencia para solucionar el problema son los menos; los más son
niños de papá con todo resuelto o botarates que acuden como borregos a la llamada
de cualquier tuit, a los que se incorporan energúmenos de todo pelaje:
profesionales del conflicto, aprovechados en saqueos y pillajes, expertos en
formas y maneras de causar daño y hasta teóricos de la guerrilla urbana. Y al
fondo, el ciudadano de a pie que ve cómo su ciudad sufre unos destrozos que va
a pagar él con sus impuestos o el comerciante que se ha quedado con los
cristales rotos y su tienda saqueada.
Si asolar una ciudad es una forma de solidarizarse con la libertad
de expresión, pueden sus defensores sonreír con esperanza, al menos aquí, porque
hay un partido en el propio Gobierno que los anima.
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