miércoles, 23 de junio de 2021

El espectáculo

Pocos son los que puedan ser actores en este gran teatro del mundo, y menos aún los que desempeñen algún papel que influya en la conducta y el pensamiento de quienes lo miran. Ni siquiera los que más fuerte parecen pisar en el escenario son otra cosa que comparsas de un guión escrito a golpes imprevisibles, amoral, acrítico, sin finalidad ni lógica, o sea, eso que llamamos el curso de la vida. La mayoría hemos de ser espectadores obligados, sin más posibilidad de influencia que un aplauso o un silbido de vez en cuando, pero casi siempre sin demasiadas consecuencias. Y es que somos eso, obligados. Podemos sentarnos en un rincón a hacernos preguntas existenciales hasta que nos demos cuenta de que no vamos a poder dar respuesta a ninguna de ellas, o podemos aceptar lo irremediable y contemplar el sainete tragicómico que se nos ofrece a la vista, procurando tener a mano una sonrisa, una lágrima y una mueca de escepticismo, porque alguna de las tres nos vendrá bien. Fijémonos, por ejemplo, en el espectáculo que nos brinda en estos días el siempre inquieto y sorprendente mundillo de la política.

El panorama que se nos ofrece por aquí es, cuando menos, original; seguramente no se podría encontrar en ningún otro sitio de nuestro alrededor. Debe de ser la primera vez que un Gobierno concede un indulto a unos delincuentes en contra de su voluntad, sin que lo hayan pedido, sin la menor traza de contrición y entre anuncios a los cuatro vientos de que volverán a cometer el mismo delito en cuanto los dejen libre. Y eso después tener enfrente un informe demoledor y una negación rotunda del Tribunal Supremo, más la opinión en contra de la mayoría de ciudadanos. Un espectáculo inédito que intenta explicar con una ilusoria prospección de futuro y con artificios sensibleros, ante la cara de asombro de algunos de sus propios ministros, que se ponen colorados cada vez que tienen que recitar las dos o tres frases manidas que les han preparado para justificar a su jefe. Nada tiene valor: ni la palabra dada, ni la erosión social, ni el debilitamiento de las instituciones, ni la dignidad. No hay nada por encima del objetivo supremo de mantener el poder. Todo en la línea de este presidente, que ya nos ha enseñado a escuchar sus promesas más ampulosas con cara de sorna.

En fin, que se nos acaba de ir la primavera sin que la aguda mirada de la señora ministra de Igualdad se haya dado cuenta de que es la única de las cuatro estaciones que es femenina. Vaya, igual acabo de quitarle el sueño.

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