miércoles, 31 de enero de 2018

La nueva tiranía

Esa gran mayoría silenciosa, de la que casi todos formamos parte, tiene opiniones y sentimientos, ajusta su conducta a unas convicciones adquiridas a lo largo de su vida y cuenta con sus propios criterios, pero es silenciosa. Calla sus pensamientos o los expresa en un ámbito cercano. Es curioso, por ejemplo, comprobar cómo, ante una opinión expresada por alguien que se atreve a alzar la voz contra alguna de las ideas impuestas como correctas por los nuevos dictadores del pensamiento, hay muchos que declaran estar de su parte y que ellos opinan lo mismo. En las cartas de los lectores ante cualquier artículo simplemente dentro del sentido común, pero fuera de la opinión establecida, o en las llamadas que recibe su autor de personas que manifiestan identificarse totalmente con lo dicho y sentirse aliviadas al ver que alguien dice en voz alta lo que ellos piensan, es donde se puede ver que existe una gran mayoría que se calla sus opiniones por temor a ser desprovista de todas las credenciales de la modernidad.
A falta de otro tirano, la corrección política se erige como tal. Desde que la frasecita esa de "lo políticamente correcto" tomó rango de norma orientativa poco menos que de obligado cumplimiento, parece que hemos de ocultar nuestras verdaderas convicciones, no se sabe si para no herir la fina susceptibilidad de los que se sienten eternamente agraviados o para evitar que nos miren con su sonrisa desdeñosa y compasiva los prohombres de la progresía. Nos han hecho clasificar nuestros sentimientos entre aquellos que podemos expresar públicamente y los que debemos guardar para nosotros mismos por no ajustarse a los nuevos dictados. Cuántos se sienten heridos en su interior al ver que cualquier botarate de la progresía se mofa de su idea acerca de la familia y de la educación de los hijos en nombre de no se sabe qué nuevos tiempos. Cuántos hay que sienten vergüenza de manifestar su sentimiento patriótico o de afirmar su creencia religiosa por temor a ser tenidos por retrógrados y poco modernos. Y cuántos terminan por dudar de su buen gusto cuando contemplan verdaderos mamarrachos artísticos y ven que los intelectualoides de la postmodernidad los califican de obras geniales.
Tiempos estos de relativismo y duda metódica, y sin embargo de certezas obligadas. Hemos dejado atrás los viejos dogmatismos, pero nos imponen otros más sutiles. Estamos entregando el arca de la verdad y la facultad de establecer lo que hay que pensar a una clase superior que está en posesión de todas las respuestas. Por ejemplo a los predicadores de los nuevos "ismos", que nos adoctrinan cada día, o a esa pandilla de gentes que pululan por ahí de de tertulia en tertulia, dictaminando sobre todo lo que se le plantee y descalificando a quien no comparta su sagrada opinión. Su poder se volvió tan grande que consigue que muchos no se atrevan a hacer aflorar sus propios convencimientos.
Al final, con el tiempo nos vamos dando cuenta de que lo más preciado que el hombre posee son sus convicciones, sedimentadas por la experiencia, maduradas por la vida y contrastadas por el entendimiento. Demasiado preciadas para desprendernos de ellas porque algunos nos miren con misericordiosa condescendencia.

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