miércoles, 17 de enero de 2018

Vivir con temor

Que vivir es un ejercicio que conlleva riesgos, y que cuanto más compleja se vuelve la vida más abundantes son, es algo que aprendemos pronto y que aceptamos con más o menos alegría, sobre todo porque no nos fue concedida ninguna alternativa. Entra dentro del esquema que configura la vida y convivimos con ello sin gestos de extrañeza. Hemos luchado desde siempre por minimizar estos riesgos, pero por mucho bienestar que alcancemos y mucho progreso técnico del que presumamos, nuestro sino es el de estar permanentemente sentados bajo la espada de Damocles, según se encargan de recordarnos todos los que han visto en nuestro miedo un instrumento de dominio sobre nosotros. Parece que siempre hay algún poder empeñado en tratar de convertir nuestra natural vulnerabilidad en una situación permanente de temor, que en definitiva no es más que una forma de control. El tal Damocles sufrió la amenaza de la espada como escarmiento a su envidia, pero nosotros la tenemos encima sin que sepamos exactamente quién tiene interés en que la veamos, ni con qué fin, ni qué se consigue con ello.
Viene desde siempre. Al temor natural del hombre ante el mundo se añade el que le impone el propio hombre. La mayoría de las religiones tuvieron siempre en alguno de sus dogmas el instrumento para quitar a sus fieles la alegría de vivir; los del siglo X pasaron su existencia en aterrorizado estado penitencial ante la llegada del año 1000; en todas las épocas visionarios y profetas auguraron a través de crípticos mensajes el próximo e inevitable fin de los tiempos. Y el mundo y la vida siguen amaneciendo cada mañana. En nuestro descreído siglo, cuando el misterio de lo inaprensible ha perdido buena parte de su capacidad para remover los ánimos, las amenazas nos son presentadas con un tinte de racionalidad y amparadas bajo una siempre eficaz etiqueta escrita con términos científicos. Y sin embargo, uno tiende a creer que la espada no está sujeta con una crin de caballo, sino con una gruesa cuerda no tan fácil de romper.
No amanece un día sin algún nuevo temor. Nos atribulan, y lo que queda, con el cambio climático; nos ponen un nudo en la garganta cada vez que subimos al coche porque hacen que veamos la carretera como un patíbulo muy probable; a los que no nos va el deporte nos auguran mil enfermedades. Y hasta nos encontramos con que el mejillón cebra va a dejar sin vida nuestros ríos, que el plumero de la pampa está destruyendo nuestros campos y que la avispa asiática va a acabar con las abejas y por tanto con la agricultura. Son solo ejemplos que se pueden leer en un día cualquiera. ¿A quién aprovecha que vivamos en un sinvivir? Pues no lo sé, porque en la mayoría de los casos no está en nuestra mano hacer nada. Será que no hay mayor agente paralizante ni mejor instrumento de indefensión que el miedo. Mejor no hacer mucho caso o, mejor aún, elevar la mirada y pensar como el sabio y escéptico poeta: "Gira la rueda de la fortuna sin reparar en los pronósticos de los sabios. Puesto que ignoras lo que te reserva el mañana, procura ser feliz hoy. Coge un cántaro de vino y siéntate a la luz de la luna pensando en que mañana quizá la luna te busque en vano".

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