miércoles, 3 de enero de 2018

De propósitos y deseos

Seguro que a estas tiernas alturas del año ya hay algún firme propósito descolgado de aquel precioso cuadro en el que fijamos nuestras promesas más solemnemente proclamadas para ser cumplidas sin falta en este año. Esto de los propósitos viene a ser como las ramas secas: cuanto más rígidas y firmes, antes se quiebran. Los buenos propósitos tienen un carácter de remedio esperanzador que nos creamos para enderezar algo de nuestra vida personal con lo que no estamos contentos, pero casi siempre terminan convirtiéndose en acusadores de nuestra debilidad; quizá el único propósito que estamos seguros de cumplir sea el de no volver a hacer ninguno más. De todos modos los hacemos, porque estamos hechos para vivir la vida en continuas aspiraciones y porque estamos siempre en la creencia de que andamos por un camino que cabe mejorar. Porque si algo caracteriza a los propósitos es eso, que siempre tienen como fin la búsqueda del bien personal; nadie se propone su propio sufrimiento. Quizá anteayer mismo nos hayamos hecho, ante nosotros mismos como testigos, la promesa de algún cambio en nuestro vivir a partir del primer minuto del año, y quizá ahora mismo estemos ya mirando con decepción lo poco que da de sí la fuerza de nuestra voluntad. Quizá fuimos demasiado ambiciosos en nuestros objetivos, sin ver que el propósito que ata demasiado estrechamente se rompe por sí mismo. O quizá tampoco vimos que ante la inmediata satisfacción de un anhelo la batalla está perdida. Ya lo escribió un poeta: No hay propósito constante / contra un constante deseo.
Los que no se ve que se prodiguen mucho este año son todos esos conocedores del futuro que surgen por estas fechas para decirnos lo que va a pasar. Debe de ser cosa de este mundo descreído, que ya no les hace caso. Querer conocer el porvenir ya no parece ser una obsesión recurrente de esta humanidad que chapotea entre algoritmos y códigos binarios. La incertidumbre del hombre sobre su destino no tiene cabida en 280 caracteres. Y eso que fue por lo que la humanidad ha vivido siempre pendiente de adivinos, magos, augures, profetas, nigromantes, arúspices, oráculos, videntes, pitonisas, sibilas, escrutadores de las entrañas de las ocas, intérpretes de los posos del café, echadores de cartas y demás conocedores de lo que nos va a pasar, eso sí, sin que en ningún momento haya podido saber qué nos espera en el minuto siguiente.
Y pues los propósitos suelen ser rebeldes a nuestras más firmes decisiones y el porvenir es un misterio del que nada nos es permitido atisbar, nos queda algo que sí es verdaderamente nuestro y que nadie nos puede quitar: los deseos. Ante un tiempo nuevo todas las palabras, y más las que nos guardamos en nuestro interior, incluyen un afán de felicidad hacia los que están a nuestro alrededor. Sinceros o convencionales, íntimos y evidentes, materiales o espirituales, posibles o inalcanzables, los deseos alimentan nuestra condición de únicos seres poseedores de esperanza. Luego está en nuestra mano vivirlos sin excesivo ardor para que no nos terminen causando desasosiego y darles la justa dimensión para que no nos defrauden demasiado. Los míos son muy poco originales: feliz año a todos. 

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Que bonito articulo

Anónimo dijo...

Qué grandes verdades