miércoles, 7 de febrero de 2018

La visita del invierno

Parece que siempre nos coge de sorpresa, él, que jamás cambia sus modales ni sus aderezos. No hace más que asomar su primer gesto y nos pilla desprevenidos, como si no fuera tan viejo como el mundo. No hay nada más previsible, pero su llegada siempre es noticia, quizá porque nos seduce con su frialdad y sentimos que en el fondo alberga un escondido germen de renovación bajo su gélida indiferencia. Han caído la nieve y el frío sin miramientos sobre tierras pobres y ricas, tiritan en el mismo desamparo el pequeño sauce del río y el gran cedro del palacio, se han helado a la vez la charca de la aldea y el gran embalse que cubre el valle. Puede que esto no tenga categoría periodística, pero, qué quieren, a uno le conforta ver que la ley se cumple. El invierno es una de las pocas cosas que saben estar en su sitio; siempre se acuerda de cumplir con su visita. Puede venir a su tiempo, por San Lázaro, o tomárselo con calma y aparecer por San Blas, pero llega siempre y lo hace con la altiva displicencia del que no tiene ninguna deuda con nadie. Por mucho que nos creamos estar llevando a feliz término la enésima revolución tecnológica, por más que podamos dejar bien dicho para la posteridad que esta es la generación de las comunicaciones, basta una leve mueca suya para que todo un continente quede desorientado y sin apenas capacidad de respuesta. Pueblos aislados, caminos y carreteras impracticables, desplazamientos convertidos en una prueba de riesgo, miles de personas inmovilizadas, actos suspendidos, y a dar gracias porque sólo suelen ser unos días. El invierno tiene un poder sin otra defensa por nuestra parte que la de encogerse sobre sí mismo y dejar que se deslice a su ritmo, y eso que por estas latitudes acostumbra a ser comedido en su uso y no se ensaña en demasía.
Cuentan los viejos recuerdos de cada lugar que las nevadas de ahora ya no son como las de antes; los que dicen que lo saben afirman que la temperatura del planeta se está elevando poco a poco a causa del efecto invernadero y que este calentamiento global es imparable y nos lleva al desastre y que nosotros somos los culpables. Pero el frío del aire hiela igual que siempre y el paisaje parece inmóvil de puro aterido, y los recuerdos de infancia se nos presentan de nuevo como reales. Cómo no esbozar una sonrisa aliviada cuando el invierno vuelve por sus fueros y pone de nuevo en los campos y en los termómetros sus señas de siempre. Pocas cosas hay más reconfortantes que la normalidad.
En su profunda melancolía de silencio crepuscular, el invierno ha sido metáfora continua de poetas e imagen favorita de los místicos y de los pintores existencialistas cuando querían dar forma estética al ocaso de la vida. El invierno cancela los colores y los reflejos del sol en el mar, y los sonidos del bosque, y los juegos de los niños en el parque y nuestros paseos bajo el aire cálido y sereno. Todo lo uniforma en su afán de negación. Hiela el frío y sobrecoge el silencio de los campos yertos, se añora la luz en lo alto del cielo y acaso el ánimo ande entristecido, pero que la escarcha no atemorice los pasos del caminante. Quién podrá pensar que esas ramas reverdecerán y florecerán. Pero sabemos que será así.

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