miércoles, 10 de enero de 2018

El poder seductor del mal

Nadie sabe muy bien por qué, entre los casos de la crónica negra de cualquier país hay algunos que alcanzan una resonancia social infinitamente mayor que otros de la misma gravedad. Hechos parecidos, víctimas semejantes, lugares y circunstancias similares, y sin embargo el impacto en la sociedad es de diferente intensidad. Parece que hubiera algunos aleatorios mecanismos sociológicos que coinciden a veces en el mismo tiempo y en el mismo hecho, convirtiendo el caso en el centro absoluto de atención de toda una nación. O son los medios los que crean la desmesura al convertir el tratamiento del suceso en una crónica dirigida a lo más frágil del ser humano, allí donde habitan el radicalismo emocional y el sentimentalismo fácil, todo en aras de conseguir las mayores audiencias. Casos ha habido que están en la memoria de todos como triste ejemplo. Lo cierto es que, al igual que ocurre en el ámbito de la literatura de ficción, pocos temas despiertan el interés y la atención general como la fuerza del mal encarnado en unos hechos y unas víctimas reales. Aún hoy se recuerda que El Caso, aquel semanario tan tétrico como popular, batió en su momento el récord de ventas de la prensa española con los crímenes y el proceso de Jarabo.
El trágico suceso de la ría gallega ha hecho que todo el país, sin distinción entre cabañas y palacios, estuviera atento a cada noticia que se iba desgranando en el proceso de investigación, como si asistiéramos a un gran escenario en el que se nos ofreciera un drama cercano por real e inquietante por posible. Y sin embargo apenas hay nada de extraordinario ni novedoso en él: ni en la víctima elegida ni en el móvil que lo motivó ni en su ejecución; responde a una secuencia bien conocida por repetida: el secuestro, la violación, el asesinato, el ocultamiento del cadáver y la caza del asesino. Así todo ha generado casi 7.000 noticias en los medios y ha sido récord en las redes sociales.
Uno no sabe si esto es bueno o no, si responde a una necesidad que todos llevamos impresa en el fondo que nos hace querer conocer la maldad cara a cara pero fuera del alcance de sus efectos, o más bien contribuye a satisfacer un morbo ruin que también habita en nosotros. Acaso ande por ahí nuestro lado más inconfesable, pero es también en estos casos cuando algún chispazo adormecido se activa en nuestra rutina de conjunto social, algo así como una postura colectiva de sentimiento uniforme, casi una catarsis que libera ante la tragedia lo mejor de nuestra condición de seres humanos: horror ante el absurdo aniquilamiento de una vida joven, clamor por la aplicación de una justicia real, gratitud hacia quienes lograron la resolución del caso yendo a veces más allá de su deber, y condolencia y compasión, en el sentido más estricto de estas palabras, con esos padres que han sufrido la mayor pérdida que es posible sufrir. Y en lo más hondo de nosotros, asombro ante el hecho de que alguien sea capaz de vivir con un corazón vacío de sentimientos, inmune al dolor ajeno, que alberga en su seno la infinitud del mal.

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