miércoles, 2 de noviembre de 2016

Conclusiones tras la tormenta

La sesión de investidura, y sobre todo el largo tiempo de ebullición hasta llegar a ella, han permitido aflorar las miserias y los paños menores de casi todos los partidos, pero también han puesto en evidencia las deficiencias de nuestro marco político de convivencia, tanto en lo que se refiere a su armadura jurídica como a los protagonistas que lo representan. Ahora, a viento pasado, el ciudadano de a pie puede establecer algunas conclusiones elementales y obvias, seguramente diferentes de las de los políticos, pero desde luego más cercanas a la realidad.
La primera de todas es la constatación de un hecho inédito: el curioso caso de la suspensión de los efectos del tiempo político. Una nación entera paralizada durante once meses entre trifulcas, ambiciones, egos, chantajes y nueva llamada a las urnas, para terminar dando el gobierno al partido que ganó las dos elecciones. Tiempo perdido, camino circular en cuyas cunetas quedaron tiradas sus víctimas: la sensatez y el sentido común. El Pericles que se empeñó en ello tendrá un puesto de honor en los anales de la política al lado de Rufus Firefly de Freedonia.
La segunda conclusión es la del fracaso del discurso dialéctico, de la réplica amable y de la ironía inteligente, que sólo asomó en la intervención del candidato. Es decir, del fracaso del buen parlamentarismo. Por contra, vimos el triunfo de la mala educación de algunos de las bancadas de los extremos que, por estar donde están, por llamarse representantes de la sociedad que los ha elegido, deberían ser ejemplos de buen decir y mejor hacer. Qué exhibición de insultos y gestos amenazadores, nacidos no de las circunstancias del momento, que sería disculpable, sino del odio, de un odio profundo y rufianesco. En algún caso, acompañados en los escaños cercanos de actitudes ridículamente teatrales y tan falsas como la figura de revolucionario de pacotilla que configuraba un héroe descamisado, puño en alto, trayéndonos una imagen de amargos recuerdos, precisamente en la semana en que se cumplía el aniversario de la invasión de Hungría por los tanques soviéticos.
Hay más conclusiones que nos ayudan a conocer mejor a nuestros políticos y a situarlos en su casilla más adecuada. Por ejemplo su renuncia a la utilización de la Historia como argumento, quizá por su desconocimiento, o la fragilidad de las convicciones a la hora de la defensa y consolidación de la conciencia nacional, o, en otros casos, el triunfo del sectarismo y de la política del terruño sobre el bien general y sobre toda razón histórica.
Y aún cabe otra, que podría evitar la repetición del desatino que hemos vivido: la necesidad de sustituir esta ley electoral por otra que otorgue a cada partido los escaños según los votos recibidos, al margen de la circunscripción donde se presente. O acaso elevar el porcentaje mínimo de votos necesario para obtener asiento parlamentario y evitar así esa estéril fragmentación que convierte la Cámara en una representación de aquel carro bosquiano en el que todos se pelean por poder atrapar la mayor cantidad posible de heno.

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