Un viaje, aunque sea una escapada cercana, resulta un remedio gratificante contra la opresiva presencia de los aspectos más negativos de la actualidad, que hace que ver cualquier informativo se convierta en un acto de masoquismo. Alguna vez podría analizarse de verdad y sin apriorismos la actitud de los medios y su responsabilidad en el estado del espíritu social. Pero ahora hace sol y tan solo se oye el murmullo de un río. Sentado en un muro ante la torre del castillo de Valencia de Don Juan, con la vega del Esla a los pies, este viajero piensa en todo eso y en cómo esta localidad, a la que tantos asturianos vinieron a vivir sus veranos, hasta hacer de ella su particular Benidorm, ha sabido sacar provecho de sus atractivos y potenciarlos para convertirlos en uno de sus pilares económicos. Entre la potente evocación histórica y las posibilidades que le brinda su entorno natural, la vieja Coyanza resulta un buen lugar para el que busque vivir un tiempo de veraneo plácido y satisfactorio en su misma sencillez.
Esta es tierra de mantecados, que le parecen a uno cosa de poca sustancia para las dos de la tarde, pero también de cocido maragato, que eso ya tiene más enjundia. Podría tomarlo en cualquiera de los restaurantes especializados de la ciudad, que buena fama tienen, pero prefiere acercarse a Castrillo de los Polvazares, donde satisface bien su antojo. Luego vagabundea por el pueblo para conocer un lugar rescatado del amargo fin que le esperaba. Castrillo es hermoso y, salvo en los días festivos, callado. Conserva todo aquello que definió a ese pueblo extraño que fueron los maragatos: sus construcciones en piedra viva, los grandes portones de acceso a los patios interiores por los que entraban los carros, portones en arco o en dintel, generalmente pintados de verde, la fuente y abrevadero para los caballos.
Pasan peregrinos en silencio. En la inmensidad del campo los alborotos de cada día suenan lejanos y ajenos.
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