miércoles, 26 de octubre de 2016

Cruce de caminos

Un viaje, aunque sea una escapada cercana, resulta un remedio gratificante contra la opresiva presencia de los aspectos más negativos de la actualidad, que hace que ver cualquier informativo se convierta en un acto de masoquismo. Alguna vez podría analizarse de verdad y sin apriorismos la actitud de los medios y su responsabilidad en el estado del espíritu social. Pero ahora hace sol y tan solo se oye el murmullo de un río. Sentado en un muro ante la torre del castillo de Valencia de Don Juan, con la vega del Esla a los pies, este viajero piensa en todo eso y en cómo esta localidad, a la que tantos asturianos vinieron a vivir sus veranos, hasta hacer de ella su particular Benidorm, ha sabido sacar provecho de sus atractivos y potenciarlos para convertirlos en uno de sus pilares económicos. Entre la potente evocación histórica y las posibilidades que le brinda su entorno natural, la vieja Coyanza resulta un buen lugar para el que busque vivir un tiempo de veraneo plácido y satisfactorio en su misma sencillez.
Cerca está Astorga. Astorga debió de nacer para enclave de andaduras, eso cree el visitante cuando pasa por una calle y ve en un escaparate una reproducción de una carreta maragata. Aquí se cruzan el Camino de Santiago con la Vía de la Plata, y los dos a su vez con los caminos arrieros de la Maragatería. En el Museo de los Caminos, el único que uno conoce dedicado al viejo y noble afán de andar, puede verse todo esto con orden y buen criterio. Y además es de Gaudí, que lo diseñó para sede del obispo. La catedral es del gótico tardío, aunque sin la ligereza del buen flamígero; tal vez sean los chapiteles, impropios a todas luces, los que le den esa cierta apariencia de pesadez que sorprende un poco. Pero el conjunto de templo y palacio es de los que pueden servir de emblema. En la campana del Ayuntamiento golpean las horas Colasa y Perico, maragatos ellos, que no permiten que se escape ninguna sin que la señalen con sus mazas. Si el visitante quiere emociones, aunque sea en el recuerdo, que se llegue hasta la celda de las Emparedadas; allí verá el ventanuco a través de cuyos barrotes los peregrinos misericordiosos arrojaban algún mendrugo a las desgraciadas que purgaban su mala vida encerradas en el interior.
Esta es tierra de mantecados, que le parecen a uno cosa de poca sustancia para las dos de la tarde, pero también de cocido maragato, que eso ya tiene más enjundia. Podría tomarlo en cualquiera de los restaurantes especializados de la ciudad, que buena fama tienen, pero prefiere acercarse a Castrillo de los Polvazares, donde satisface bien su antojo. Luego vagabundea por el pueblo para conocer un lugar rescatado del amargo fin que le esperaba. Castrillo es hermoso y, salvo en los días festivos, callado. Conserva todo aquello que definió a ese pueblo extraño que fueron los maragatos: sus construcciones en piedra viva, los grandes portones de acceso a los patios interiores por los que entraban los carros, portones en arco o en dintel, generalmente pintados de verde, la fuente y abrevadero para los caballos.
Pasan peregrinos en silencio. En la inmensidad del campo los alborotos de cada día suenan lejanos y ajenos.

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