miércoles, 9 de noviembre de 2016

Muerte en el descampado

Esa niña de doce años, muerta en aras de nada y sin la caricia de nadie, bien puede ser una metáfora de un tiempo al que ahora contemplamos sorprendidos y extrañados después de haberlo dejado convertirse en un monstruo que nos mira amenazante cada día. Un tiempo que devora lo que nos es más querido, ante la irresponsabilidad de algunos padres, la inconsciencia de los ideólogos del falso progresismo y la inacción de los poderes públicos. En ese descampado, entre la sordidez del espacio que la ciudad rechaza y ante la botella convertida en incomprensible tentación, se consumó la tragedia previamente larvada, como un sacrificio tan absurdo como cruel. Y la niña perdió su propia apuesta. Que habrá pensado, qué propósitos, qué maldito aire de desafío ocupó su mente mientras empinaba la botella hasta trasegarla entera. Qué regusto ardiente en su boca o qué pesadez en el estómago no le habrán avisado de que el límite estaba cerca. Cómo fue morir en la inconsciencia a los doce años, sin haber visto de la vida más que un corto camino, cuyo fin era inexorablemente lo que con cierta piedad se llama coma etílico.
Tantas falsas invocaciones a la igualdad, tantas luchas desviadas del auténtico camino para llegar a ella, tantos dogmatismos asentados sobre ideas sectarias, han dado lugar a que, al lado de evidentes logros, hayamos conseguido que la mujer iguale al hombre en sus vicios, incluso que lo supere. Dicen los datos que ya hay tantos tumores de pulmón en ellas como en ellos, y un consumo de alcohol parecido y el mismo lenguaje tabernario y hasta la misma violencia. Si la igualdad consistía en poner a la mujer a la misma altura que el hombre en sus aspectos negativos, ha caído en una trampa. Ver a la salida de los colegios a las niñas con un cigarrillo en la mano en mayor medida que a los chicos, debería ser un motivo de reflexión sobre tantos mensajes feministas radicales que caen cada día sobre un terreno poco cultivado.
Aquella tarde, en su mundo de realidad falseada, la niña quiso ejercer al límite los derechos que se le habían ido dando, sin darse cuenta de que a su edad no se ejercen impunemente. Cuando de verdad nos examinemos como sociedad y analicemos con humildad y sin prejuicios algunos de nuestros fracasos, seguramente tendremos aquí uno de los que expliquen muchos de ellos. A la hora de adaptarnos a los nuevos modos de vida derivados de las nuevas ideologías y de los cambios tecnológicos, no hemos pensado en los niños. Les hemos acortado la infancia, les hemos privado de su tiempo de asombro llevándolos directamente del mundo infantil al adulto. Hemos descorrido velos antes de tiempo y abierto ventanas que aún debían estar entornadas hacia campos para los que no estaban todavía preparados. Hemos confundido progresismo con laxitud y cumplimiento del deber con autoritarismo; hemos concedido a nuestros hijos, bajo la capa del relativismo, derechos que no les correspondían, aunque, eso sí, luego difuminamos sus rostros en las pantallas. Pero hay niños y niñas de doce años con la botella de ron en la mano que se emborrachan. Y mueren.

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