miércoles, 31 de agosto de 2016

Italia

Todas las grandes desgracias nos ponen un peso en el alma, pero mucho más las que tocan a quienes nos son más próximos. La cercanía aumenta la emotividad y aviva el sentido más sincero de la compasión, sobre todo si ha habido algún contacto previo. Yo he de confesar que desde siempre he sentido por Italia un afecto especial, que ha sido el destino de muchos de mis pasos por el mundo y que en cada una de mis visitas regresé a casa con la idea de repetirla. ¿Y por qué Italia? Quién sabe. Por la hazaña de Aníbal, por los cristianos del circo, por el vuelo airoso de la clámide, por el paso de las legiones, por el Ave, Caesar, morituri te salutant. Por eso y por más, pero sobre todo por las aportaciones que me fueron llegando posteriormente, a medida que el curso natural de la vida me fue apagando la necesidad de referencias efectistas y abriéndome otros ámbitos de más hondura. Por el humanismo, por el Renacimiento, por el perro de Pompeya, por un atardecer en Fiésole, por aquel rincón de Capri, por la mirada del Moisés, por el coro de Nabucco, por Fellini, porque, si bien lo miro, gran parte de las cosas que me hicieron feliz en algún momento tienen su origen en Italia.
Tembló el suelo de nuevo en el centro de Italia, por tierras de Rieti y la Umbría, quizá las más reservadas y menos conocidas de la península. Los umbros son tenidos en la opinión de los demás italianos por gentes humildes, que se conforman con el desapercibimiento de que son objeto. Puede ser que este espíritu les venga de su Francisco, que empezó matando vanidades en su propia tierra, aunque bien puede ser también que un santo como Francisco no pudiera haber nacido más que en la Umbría; esta es una buena cuestión de estudio. Como toda tierra de transición, lo es también de poca atención. Igual que tantos otros lugares, que tienen la mala suerte de ser vistos casi siempre desde la ventanilla de un coche a ciento veinte por hora, la Umbría y Rieti apenas son destinos. Se atraviesan y poco más. Sin embargo, se nota en sus gentes el orgullo por la belleza de su tierra -un "corazón verde" tópico, pero cierto- y también una cierta reserva hacia el extraño, como si quisieran hacer virtud de su provincianismo. Los pueblos son apacibles y silenciosos. Hay un algo de escepticismo y un mucho de equilibrio en todas estas campiñas onduladas. Los precios son más bajos que en otras regiones de Italia y la vida parece más fácil, siempre que no se busquen alharacas. Seguramente para Amatrice y los pueblos vecinos nada volverá ya a ser igual. Serán muchas ausencias y muchos ecos de lamentos que no pudieron atenderse, muchos recuerdos materiales sepultados para siempre en los escombros y otros muchos en el alma, también para siempre.
Italia sufre la cruz de la maldita falla de los Apeninos y seguramente sufrirá luego la de la mafia de la construcción, que ven en el montón de ruinas un suculento pastel. La otra cara de este país, dual como pocos, tan intensa, apasionada, individualista, extremada, ingeniosa y reconocible como la otra y, que avala, como la otra, su condición primaria y sublimada del carácter latino.

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