miércoles, 3 de agosto de 2016

Rubén Darío

Otro centenario literario en este año que debería estar marcado por las letras y lo está por la política, qué se va a hacer. Será que no corren buenos tiempos para la lírica, y eso que este corresponde a uno de los poetas más representativos y que mejor simbolizan esta expresión poética: Rubén Darío.
Salió de su pequeño país y se hizo ciudadano del ancho idioma y del aún más ancho afán de expresión estética. "Soy un hijo de América, soy un nieto de España". Nicaragüense, español, afrancesado y europeo hasta sus raíces, incluso las puramente formales. Tuvo un vivir inquieto, a medio camino entre su continente y el nuestro, y volvió a morir a su país después de beberse buena parte del acervo poético europeo y transformarlo en un nuevo modelo para su generación. De hecho se le tuvo por el patriarca de los poetas españoles del siglo XX, pues en casi todos es apreciable su influencia. Nada en su vida fue común, ni su mismo carácter. Bipolar, eternamente insatisfecho, siempre entre el ansia de todo placer y el miedo al dolor, entre el optimismo más desbordado y el pesimismo más angustioso, entre el derroche y la penuria, ingenuo, sensible, mujeriego y alcohólico, pagano por amor a la vida y cristiano por temor a la muerte, según él mismo se definió. Esa fue una de las constantes que condicionaron algunos rasgos de su carácter: la angustia ante la idea de la muerte, que le llegó en plena madurez creativa, a los 49 años, hace ahora un siglo.
Con Rubén el modernismo entra en las letras españolas como un torrente de aguas nuevas. Del mismo modo que por esas fechas Horta o Gaudí trataban de escapar de un realismo estricto y llenaban sus edificios de curvas, flores, asimetrías, colores brillantes, dibujos caprichosos y ondulaciones inútiles, pero bellas, Rubén llenó su lenguaje de palabras y expresiones cargadas de intencionalidad más estética que significativa: nelumbo, crisálida, céfiro, empíreo, náyade, canéfora, siringa, liróforo, sistro, núbiles doncellas, cisnes unánimes. Fue más culterano que conceptista. Removió la métrica con el libre empleo de las estrofas y con la vuelta al verso alejandrino; buscó la sonoridad del poema en el ritmo del verso latino, tanto binario como ternario, en los acentos esdrújulos y en la adecuación eufónica de las palabras. "Únanse, brillen, secúndense tantos vigores dispersos: / formen todos un solo haz de energía ecuménica. / Sangre de Hispania fecunda, sólidas, ínclitas razas".
A instancias de Pérez de Ayala pasó en Asturias varios veranos, los de 1905, 1906 y 1909. Se asentó en San Esteban de Pravia, en Riberas y en San Juan de la Arena, donde se cuenta que pasaba los días escribiendo, bebiendo ginebra con hielo que se hacía traer todos los días desde Oviedo, y haciendo cosas como bañarse desnudo por la noche en la playa, así que no es de extrañar que lo tuvieran por un bicho raro.
Su obra fue muy conocida, aunque sólo en su parte más popular. Cuántos de nosotros habremos recitado aquel poema sobre la princesita traviesa que se fue a buscar una estrella. Aún sigue estando linda la mar, y el viento lleva esencia sutil de azahar.

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