miércoles, 17 de agosto de 2016

Notas del verano y un adiós

Con el último brillo de los fuegos de la fiesta se va cada año el tiempo en que vivimos más intensamente el pulso de la ciudad. O mejor, el tiempo en que lo compartimos con otros. Tiempo de ganancia para todos, para el que recibe y para el que llega, siempre que haya podido cumplir aquí el objetivo de sus vacaciones. Apagados los ecos del día grande y de todas las ferias, acabadas ya todas las jornadas y ocurrencias estivales diversas, el año parece iniciar un periodo de letargo antes del declive que nos llevará a la vida enmarcada y recogida del invierno. El verano es el tiempo en que se tiende a descoser algunas costuras y las cosas pierden densidad ante nuestro asentimiento, aun sabiendo que pronto hemos de volver a darles su dimensión, eso que a veces se llama síndrome postvacacional. Quizá por eso, porque pocas cosas nos parecen más importantes que la posesión del tiempo libre y la sensación de libertad, preferimos escapar de la actualidad general y vivir sólo la nuestra, la del sol, los amigos, las terrazas, la lectura, el paseo. Los sucesos del verano ya adquirirán su verdadera medida con la vuelta de la rutina.
Agosto viene a ser un mes determinado como pocos por la estación y por las costumbres sociales; un mes repetitivo, con el añadido este año de los Juegos Olímpicos. Medio mundo buscando un acomodo temporal que le haga feliz durante unos días, la clase política dándonos algún descanso en sus perpetuas cuitas infantiles, España batiendo un año más todos los récords de turismo, y aquí, hasta el grupito de auntitaurinos frente a la plaza, con sus gritos de siempre, sin que nadie les haga caso. Poco nuevo bajo el sol, al menos bajo el sol de este verano.
En un día de este verano se nos fue Gustavo Bueno, el filósofo capaz de alumbrar a quien le escuchara vías sorprendentes para transitar hacia el conocimiento, sostenidas siempre por sólidos fundamentos. Era bajito, menudo, locuaz, de mirada viva y sonrisa entre amigable y burlona, permanentemente dispuesto a argumentar en contra, a veces con afirmaciones que chocaban con la corrección política establecida, pero siempre razonadas y siempre con el marchamo de ser el producto final de un exhaustivo proceso de reflexión. Se le veía a gusto en la polémica. Su prodigiosa memoria le permitía traer a colación citas y autores con las que reafirmar sus argumentos sin apenas dejar opción a la réplica. Era un placer hablar con él sobre cualquier aspecto de la vida relacionado con la filosofía, que vienen a ser casi todos: las apariencias y la realidad, el ateísmo y la idea de Dios, el cristianísimo y el islam, la política y la ética, Grecia y Confucio. De la reflexión sobre la relación entre la filosofía materialista y las ciencias nació su teoría del cierre categorial, que, como todas las teorías filosóficas, sólo es útil a aquellos que logran saber qué aplicación puede dársele. Y eso que él mismo lo explicaba: es un instrumento crítico para diferenciar, dentro de las formas culturales, las que, pretendiendo ser científicas, sólo son pseudociencias. Don Gustavo, el último caballero andante de la filosofía, adentrándose siempre por cualquier camino en busca de la verdad.

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