Todas las grandes desgracias nos ponen un peso en el alma, pero mucho más las que tocan a quienes nos son más próximos. La cercanía aumenta la emotividad y aviva el sentido más sincero de la compasión, sobre todo si ha habido algún contacto previo. Yo he de confesar que desde siempre he sentido por Italia un afecto especial, que ha sido el destino de muchos de mis pasos por el mundo y que en cada una de mis visitas regresé a casa con la idea de repetirla. ¿Y por qué Italia? Quién sabe. Por la hazaña de Aníbal, por los cristianos del circo, por el vuelo airoso de la clámide, por el paso de las legiones, por el Ave, Caesar, morituri te salutant. Por eso y por más, pero sobre todo por las aportaciones que me fueron llegando posteriormente, a medida que el curso natural de la vida me fue apagando la necesidad de referencias efectistas y abriéndome otros ámbitos de más hondura. Por el humanismo, por el Renacimiento, por el perro de Pompeya, por un atardecer en Fiésole, por aquel rincón de Capri, por la mirada del Moisés, por el coro de Nabucco, por Fellini, porque, si bien lo miro, gran parte de las cosas que me hicieron feliz en algún momento tienen su origen en Italia.
Italia sufre la cruz de la maldita falla de los Apeninos y seguramente sufrirá luego la de la mafia de la construcción, que ven en el montón de ruinas un suculento pastel. La otra cara de este país, dual como pocos, tan intensa, apasionada, individualista, extremada, ingeniosa y reconocible como la otra y, que avala, como la otra, su condición primaria y sublimada del carácter latino.