Da la impresión de que nuestra generación está camino de creerse que
su pensamiento y sus formas de actuación son algo inédito en el tiempo. Es como
si estuviera convencida de que su presencia y su comportamiento constituyen,
por un lado, la culminación de un largo proceso que abarca al menos los dos
últimos siglos, y por otro, el origen de una nueva era que ella misma se está
esforzando en engendrar. No se tiende a considerar la teoría cíclica de la
evolución histórica, apisonada por las evidencias únicas y novedosas que
creemos ver en torno nuestro como espectadores privilegiados.
Quizá otras generaciones hayan tenido la misma sensación con
razones estimables para sentir lo mismo, pero no parece haber sido nunca tan
evidente como en esta. Una revolución tecnológica y científica de alcance
impredecible y consecuencias más impredecibles todavía, la proclamación exaltada
de los derechos del hombre incluso en dimensiones hasta ahora nunca tocadas, el
alejamiento de los valores religiosos, con una dependencia del dogma cada vez
más debilitada, y el hecho de que muchos se empeñen en mirar por encima del
hombro a casi toda la
Historia o, cuando menos, a toda la Historia desde el fin del
Renacimiento, hacen que consideremos nuestro tiempo con una mirada cargada de
prepotente superioridad, con la convicción de que hemos conseguido lo que
ninguna generación ha logrado en millones de años. Resulta que ahora nos
creemos capaces de alterar el clima, como si este planeta no hubiera estado en
un continuo cambio climático desde que se formó; de modificar el sexo a nuestro
capricho; de alterar cualquier paradigma impuesto por la naturaleza. Y no. Nos
lo creemos, pero no. Veremos que anida en esta soberbia babélica un germen de decepción
que habrá de aflorar irremediablemente en su momento.
No puede evitarse. Y quizá tampoco fuera bueno, porque la
autoestima y la presunción exagerada son rasgos de juventud y cabe esperar de
ellos vitalidad y empuje. Pero no cabe negarse a ver que todas las generaciones
fueron jóvenes y se consideraron a sí mismas origen y fin, consecuencia de los
defectos anteriores y saco de todas las desgracias históricas, pero, a la vez,
punto de partida inmejorable para una situación futura distinta. Esto es tan
inevitable que es lo que hace que la Historia sea variación, cambio, movimiento,
proceso continuo. Es vano afirmar la superioridad de ninguna generación sobre
las demás, y menos cuando aún no han llegado las que pueden juzgarla, porque
cada una es, en sí misma, un trozo esencial, irremediable e intransferible del
devenir de la humanidad.
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