miércoles, 28 de junio de 2023

Crónicas viajeras: Atenas

Arnold Toynbee trató de demostrar que existen dos grandes grupos de ciudades, las corrientes y las de destino, y él mismo sitúa a la cabeza de estas últimas a Atenas. El destino de Atenas fue dotar a Occidente de la mayor parte de los valores inmateriales que son el soporte de su civilización: la filosofía, el arte, el discurso racional, la idea de democracia, la música, la literatura, la ciencia, el espíritu deportivo. Pocas ciudades pueden presentar un destino histórico similar; por eso la Atenas de hoy no tiene fácil explicación.
Vaya por delante que el viajero ha de saber distinguir claramente entre las dos Atenas para no enredarse en equívocos. La ciudad clásica terminó hacia el siglo III; la Atenas que hoy extiende su inmenso caserío hasta donde no alcanza la vista nació en el siglo XIX y es un producto apresurado y sin la menor visión urbanística. El caos, la suciedad y la basura, sin embargo, son de hoy mismo. Tal vez herencia turca, que eso debió de ser lo único que dejaron los vecinos tras 400 años de ocupación. El caso es que la Atenas de hoy es tal vez la capital más fea, anodina y sucia de Europa. La ciudad que enseñó al mundo la búsqueda de la Belleza como suprema razón, se ha convertido en el último espejo en que mirarse. Pero cuando desde algún claro se atisba la Acrópolis, uno vuelve a sentir que ha venido allí por algo.
La Acrópolis se alza en el centro con su silueta inconfundible. Aún hoy, cuando la ciudad le ha adulterado su entorno primitivo, haciéndola emerger, no de la tierra, sino de un mar de tejados, aún hoy la gran roca muestra su figura cargada de imponente dignidad. Cabe pensar cómo se vería cuando la ciudad era proporcionada a la roca y su entorno eran las suaves colinas de piedra y laderas arboladas que bordeaban el ágora.
La ascensión, una vez dejadas las últimas casas, es un agradable paseo entre pinos y mirtos. En la explanada de la entrada están los servicios, las taquillas, las tiendas y unos cuantos vendedores de mapas y guías en todos los idiomas. Tras la verja, una pequeña cuesta de piedra lleva a la puerta Beulé y a los propileos. La entrada en el recinto impone a cualquier visitante, a poco que se sienta mínimamente heredero de aquel lugar; así lo viene haciendo desde siglos. Queda a la derecha el pequeño templo de Atenea Niké. A la izquierda, el Erecteion, el templo más extraño por su planta y único por su pórtico de cariátides; llamar a alguien cariátide era un piropo; suponía compararla con las mujeres de Caries, que tenían fama por su belleza: de ahí que se les haya aplicado este nombre a estas seis hermosísimas doncellas que sostienen el arquitrabe del pórtico. Por todos los sitios se ven capiteles, cimientos y ruinas de otros edificios, pero no hay mirada para nada más que para aquella figura imponente y extremadamente bella que tenemos delante: el Partenón. Sencillo, ordenado, majestuoso, asombrosamente equilibrado de proporciones. Es la belleza convertida en rectas y volumen, una figura de increíble armonía que encaja sin ningún chirrido en las líneas de nuestra razón.
El viajero desciende la ladera y bordea el ágora camino del cementerio del Cerámico, donde la aceptación de lo inevitable se traduce en una serenidad que entra de lleno en el mundo de las ideas, sin concesión a las pasiones propias del hombre, y donde el sentido de trascendencia queda diluido en ambigüedad.

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