miércoles, 26 de julio de 2023

Crónicas viajeras: Jerusalén

Al viajero no avisado puede parecerle decepcionante que nada en Jerusalén sea como se había forjado en su imaginación, alimentada por la iconografía tradicional y por sus lecturas evangélicas: el templo, con su amplia escalinata siempre concurrida, la torre del pretorio romano, el palacio de Herodes, el sanedrín y, en las afueras, una colina con tres cruces. Eso queda para la gran maqueta del Museo de Israel. Aquí quizá se sorprenda, por ejemplo, al ver que el Calvario y el sepulcro se encuentran dentro de la misma iglesia, apenas a diez metros uno de otro, o que ha de saber llenarse de un sano escepticismo ante cualquier información que le den sobre la ubicación de los lugares bíblicos, porque no existe constancia real de nada.
La Jerusalén actual está edificada sobre la romana, y la romana sobre la de la época de Jesús, que se halla cinco metros por debajo de las calles de hoy. Solamente un tramo del muro bajo del templo ha permanecido siempre más o menos visible, hasta que, a partir de la reunificación de 1967, las excavaciones lo han hecho aflorar del todo; es el Muro de las Lamentaciones.
Como primera opción lo mejor es callejear. Dejarse llevar por los rincones y callejuelas, pasar de un barrio a otro y deambular sin objetivos, para terminar siempre, sin pretenderlo, en la calle-bazar del barrio musulmán, que cruza el centro de la ciudad. Aún quedan aquí muchos balcones de madera voladizos, desde los que las mujeres podían ver la calle a través de una celosía enrejada. El barrio entero es un puro mercado, pero nadie agobia al visitante ni trata de rendirle por agotamiento. Cualquiera que haya estado en El Cairo, en Marrakech o en cualquier lugar parecido, podría decir mucho sobre sus experiencias en este sentido. Aquí no. Aquí los musulmanes viven mejor que los de los países árabes. No se ven ciegos pidiendo limosna, ni mendigos tirados en la acera, ni niños descalzos jugando entre la mugre. Las mujeres llevan velo en su mayoría, pero también hay chicas que lucen minifalda y que en nada se distinguen de las israelíes. La reunificación de 1967 les trajo todas las ventajas de un estado democrático y socialmente avanzado y uno tiene la sensación de que por nada del mundo quisieran volver a su situación anterior. Eso queda para los del otro lado.
Sentado en una terraza de un chiringuito del barrio cristiano, este viajero, después de dar buena cuenta de un suarma, que siempre es un recurso apropiado para calmar el hambre del visitante callejero, con tal de que no deteste la carne de pavo, decide que la opción siguiente sólo puede ser una: la de la búsqueda de los lugares que han hecho de Jerusalén lo que es. Si, como se ha dicho, Israel es un país con demasiada historia para tan poca geografía, qué decir de Jerusalén. Yerushalaim, "ciudad de la paz". Al Kuds, la Santa, Habitada sin interrupción desde hace tres mil años, atormentada como pocas y deseada como ninguna. Y es que en sus tres mil años de vida, Jerusalén ha devenido en intemporal. Ninguna ciudad ha conocido tanta gloria espiritual ni tanto dolor; ninguna otra ha convertido los conceptos de único y exclusivo en consustancial de sí misma. Destruida diecisiete veces, treinta veces conquistada, alejada del mar y de los grandes centros culturales, capital más de corazones que de imperios, ningún otro nombre ha podido conservar un carisma y una calidad mítica capaces de trascender cualquier tiempo histórico. Persia, Alejandro, Roma y tantos otros la dominaron, pero ni siquiera intentaron sustituir su entraña, quizá porque era imposible. Tan sólo el islam lo consiguió, sin duda porque entró en ella por la única vía que admitía: la de la espiritualidad. Pero se nos aparece como un añadido postizo, prendido a una leyenda sin reflejo de revelación. El nombre de Jerusalén aparece 850 veces en la Biblia y ni una sola en el Corán, y no obstante también lo ha admitido. Si hay algún símbolo permanente de Jerusalén no es otro que este continuo desnudarse de paganismo para llenarse de divinidad.
“Que mi mano pierda su destreza y mi lengua se pegue al paladar si me olvidare de ti, Jerusalén”, pide el salmista y con él los judíos de todos los siglos. Hoy conviven en ella dos voluntades: una afianzada por un propósito eterno y otra entregada por la evidencia de unas ventajas que impregnan su vida cotidiana. Pero en esta ciudad el tiempo parece tener una dimensión diferente. Escrito está que Jerusalén será el escenario de la cita postrera de la humanidad, y quizá sólo sea allí, en el valle de Josafat, donde palestinos e israelíes se den por fin el beso definitivo del shalom.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Hermosa descripción de una ciudad q es Santa x donde la mires.. solo caminar y sentarse a pensar, imaginar y disfrutar.Iria mil veces a Jerusalem