miércoles, 2 de agosto de 2023

El mágico poder del escritor

 Hasta la llegada del cine y su poderoso mundo visual, no había nadie con más capacidad de seducción que un escritor. Nadie capaz de crear un síndrome de Estocolmo a quienes frecuenten su compañía, de modo que sus dardos se vean como caricias y sus duras verdades como halagadores piropos. Ya es mérito conseguir ser adorado por aquellos a los que se fustiga. Por supuesto, eso no está al alcance de todos los escritores, sino sólo de aquellos que se encuentren tocados por una gracia bendecida desde lo alto, que no suele consistir más que en la estructuración de la palabra y del pensamiento en dos niveles imperceptiblemente convergentes: en la sabia elección del tono expresivo y en la capacidad para saber presentar acero cortante en un hermoso envoltorio de seda. O sea, eso que llamamos genio. Ejemplos ilustrativos abundan por todas partes.
Clarín presenta en su libro, ya desde la primera frase –una heroica ciudad durmiendo la siesta-, un retrato implacable de Oviedo y su sociedad provinciana, hipócrita y caciquil, y Oviedo tiene a La Regenta como su mayor orgullo. Dublín muestra en Earl Street su monumento a Joyce, y su huella por todas las aceras de la ciudad, dejando bien sentado que es su patria; la del Joyce que si algo odió en su vida fue a Irlanda: “Irlanda es una cerda vieja que devora su propia camada. El más rezagado pueblo de Europa. Ningún irlandés que se respete a sí mismo permanece en Irlanda, sino que huye del país que ha recibido la visita de un airado Júpiter. Tierra destinada por Dios a ser la eterna caricatura del mundo serio”. Y de modo parecido, Cocteau y Francia -“Francia es un gallo montado en un montón de estiércol; quitad el estiércol y el gallo muere”-, o Borges y Argentina, Machado y Soria, Torga y Portugal, y tantos más como se pueden rastrear por la historia de la literatura. Quizá en muchos de ellos haya un poso de dolor por su patria, que se traduce en un grito por lo que pudo ser y que al fin y al cabo muestra una preocupación filial. Otras veces tienen distinto carácter, como el caso de La Mancha, cuyo nombre va orgullosamente unido para siempre a una cumbre literaria, aunque en realidad no sea precisamente por sus cualidades positivas, sino justamente por lo contrario. Los libros de caballerías acostumbraban a situar los hechos de sus héroes en tierras fantásticas y legendarias, en el imperio de Trapisonda, en el reino de Cendaya y otros así. Para satirizarlos, Cervantes sitúa al suyo en La Mancha, una región anodina, de gentes vulgares, en la que jamás ocurre nada.
Quizá más que ninguna otra creación artística, la literatura es percibida como un vehículo que puede situar en la eternidad a quien ella decida. Ciertamente, escribir es tratar de ganar una pequeña batalla al olvido que acecha tras el final, y de esa huida del vacío de la noche participa no sólo el autor, sino aquello que el autor quiera llevarse consigo. En ese sentido puede decirse que el escritor, el genio, tiene el don de conceder la inmortalidad. ¿Y a quién no le seduce vivir para siempre en el pensamiento de todos, aunque sea a costa de sus arrugas y pequeñas flaquezas?

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