Hasta la llegada del cine y su poderoso mundo visual, no había
nadie con más capacidad de seducción que un escritor. Nadie capaz de crear un
síndrome de Estocolmo a quienes frecuenten su compañía, de modo que sus dardos
se vean como caricias y sus duras verdades como halagadores piropos. Ya es
mérito conseguir ser adorado por aquellos a los que se fustiga. Por supuesto,
eso no está al alcance de todos los escritores, sino sólo de aquellos que se
encuentren tocados por una gracia bendecida desde lo alto, que no suele
consistir más que en la estructuración de la palabra y del pensamiento en dos
niveles imperceptiblemente convergentes: en la sabia elección del tono
expresivo y en la capacidad para saber presentar acero cortante en un hermoso
envoltorio de seda. O sea, eso que llamamos genio. Ejemplos ilustrativos
abundan por todas partes.
Clarín presenta en su libro, ya desde la primera frase –una
heroica ciudad durmiendo la siesta-, un retrato implacable de Oviedo y su
sociedad provinciana, hipócrita y caciquil, y Oviedo tiene a La
Regenta como su mayor orgullo. Dublín muestra en Earl Street su monumento a Joyce, y su
huella por todas las aceras de la ciudad, dejando bien sentado que es su
patria; la del Joyce que si algo odió en su vida fue a Irlanda: “Irlanda es una
cerda vieja que devora su propia camada. El más rezagado pueblo de Europa.
Ningún irlandés que se respete a sí mismo permanece en Irlanda, sino que huye
del país que ha recibido la visita de un airado Júpiter. Tierra destinada por
Dios a ser la eterna caricatura del mundo serio”. Y de modo parecido, Cocteau y
Francia -“Francia es un gallo montado en un montón de estiércol; quitad el
estiércol y el gallo muere”-, o Borges y Argentina, Machado y Soria, Torga y
Portugal, y tantos más como se pueden rastrear por la historia de la
literatura. Quizá en muchos de ellos haya un poso de dolor por su patria, que
se traduce en un grito por lo que pudo ser y que al fin y al cabo muestra una
preocupación filial. Otras veces tienen distinto carácter, como el caso de La Mancha , cuyo nombre va
orgullosamente unido para siempre a una cumbre literaria, aunque en realidad no
sea precisamente por sus cualidades positivas, sino justamente por lo
contrario. Los libros de caballerías acostumbraban a situar los hechos de sus
héroes en tierras fantásticas y legendarias, en el imperio de Trapisonda, en el
reino de Cendaya y otros así. Para satirizarlos, Cervantes sitúa al suyo en La Mancha , una región anodina,
de gentes vulgares, en la que jamás ocurre nada.
Quizá más que ninguna otra creación artística, la literatura es
percibida como un vehículo que puede situar en la eternidad a quien ella
decida. Ciertamente, escribir es tratar de ganar una pequeña batalla al olvido
que acecha tras el final, y de esa huida del vacío de la noche participa no
sólo el autor, sino aquello que el autor quiera llevarse consigo. En ese
sentido puede decirse que el escritor, el genio, tiene el don de conceder la
inmortalidad. ¿Y a quién no le seduce vivir para siempre en el pensamiento de
todos, aunque sea a costa de sus arrugas y pequeñas flaquezas?
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