miércoles, 14 de junio de 2023

Teoría del suspenso

En esto del conocimiento no creo que debiera haber más grados que los que cada uno quisiera imponerse a sí mismo, según sus ambiciones y su propia necesidad de instalación espiritual. Suena quizá con un cierto aire de las viejas melopeas acratoides, pero bien saben mis papeles y las paredes de mi cuarto que no sabría escribir ni una sola línea por ese camino. Quien no añade nada a sus conocimientos los disminuye, dice el sesudo Talmud, así que líbrenos él de cuestionar la validez del conocimiento y ciñámonos sólo a las circunstancias de su elección.
La libertad para elegir conocimiento es un atributo de derecho natural, y si esto fuera discutible, al menos será difícil negar que es opción gratificante y camino alegre para andar por la vida. Uno cree también que es una muestra de cariño hacia quien se le ofrece. Pero es necesario hacerlo en el tiempo oportuno, allá cuando la capacidad de discernimiento comienza a afianzarse. Porque el conocimiento, entendido como el conjunto de saberes que han de sostener y condicionar toda nuestra trayectoria espiritual, parece un valor demasiado importante para alargar excesivamente el momento de su elección. El conocimiento es poder; es un poder cuya eficacia de uso depende del grado de afinidad que se haya tenido en su adquisición, y esta afinidad ha de ser más estrecha cuanto más largo haya sido el tiempo de camino juntos y menores las interferencias ajenas; cuanto más temprano haya sido el inicio de la marcha en común del que aspira a la posesión del conocimiento y el conocimiento mismo.
os sistemas educativos españoles han tendido a retrasar en demasía el momento de entregar al estudiante la opción de decidir con qué compañeros quiere continuar su aventura intelectual. Es éste un largo y duro camino, y los caminos largos se andan mejor en una compañía agradable que con advenedizos impuestos, pero el adolescente no tiene alternativa. En aras de una concepción totalizadora de la enseñanza, se diseñan unos planes de estudio de carácter abarcador, sin ver que los únicos saberes que pueden aspirar a ser universales son los básicos, y esos ya están adquiridos.
Y así vemos a ese joven de dieciséis o diecisiete años, honesto con su deber y voluntarioso hasta donde se lo permitan, preguntándose para qué diablos le puede servir el binomio de Newton, a él, que quiere ser historiador. Y ahí está, atascado curso tras curso, a remolque de logaritmos y leyes de la termodinámica que no entenderá jamás, y viendo cómo disminuye día a día su autoestima, sin que ni el profesor ni el seminario ni el primo ni el vecino le comprendan y hasta le tomen por el vago que no es.
No es bueno el desánimo, antesala de la frustración y aun del escepticismo, y un joven escéptico es la antítesis de su propia definición. Si la vida es un estar siempre aprendiendo sin llegar nunca al verdadero conocimiento, según nos advirtió con honestidad y sin tapujos el filósofo, parece de ley prudente dar la posibilidad, en cuanto sea posible, de elegir el propio conocimiento.

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