Se hace larga la campaña electoral. Quince días de jarreo de
mensajes, de rostros omnipresentes dentro y fuera de casa y de ofertas de
mercadillo de feria, dejan a todos, a los que hablan y a los que escuchan, con
la lengua y los oídos fatigados y a los cuerpos con ganas de un poco de
silencio. Seguramente no se conoce otro modo mejor de prologar unas elecciones
que este de montar un vaivén continuo de candidatos moviéndose por todos los
rincones y diciendo las mismas cosas, pero quizá habría que echar cuentas y ver
si el esfuerzo hecho se corresponde con la eficacia del sistema. La realidad es
que la campaña ya está hecha; se fue haciendo día a día a lo largo de toda la
legislatura. Los mítines de ahora son, si acaso, la hojita de perejil con que
se remata el plato, pero sin añadir ya ningún sabor. Algún converso habrá de
última hora, alguien de convicciones tambaleantes que las modifique en función
de lo último que oiga, pero la experiencia viene a decir que a los mítines van
los convencidos y que los discursos tienen más un efecto de reafirmación que de
convencimiento. No sé de nadie que vaya a un mitin con un propósito y salga con
otro.
Las campañas pueden tener más efecto en los escépticos, aquellos
que tienden más al accidentalismo que al dogma. También en los que no tienen claro
a quién votar, pero sí saben muy bien a quién no van a hacerlo. Encuentran más
práctico y con menor riesgo de equivocación tomar la decisión por descarte.
Despejan sus dudas proyectando sobre los candidatos su propio concepto de lo
que ha de ser el ejercicio de la política y rechazando a quienes no se ajustan
a él. No votarán a los que desprecian o banalizan los valores que para ellos
son irrenunciables, a los que mienten descaradamente, a los que prometen sin
ningún propósito de cumplir lo prometido, a los de la sonrisa y gesto
obscenamente impostados, a los que insultan y ofenden, a los que buscan el
lucro personal por encima del bien común, e incluso a otros por razones más
concretas y menos trascendentes. Yo, por ejemplo, confieso que no votaré nunca
a los que den la tabarra continuamente con eso de todos y todas, ciudadanos y
ciudadanas, trabajadores y trabajadoras, y todo ese irritante desdoblamiento,
que sólo pone en evidencia la ignorancia de quien no conoce la tendencia de
nuestro idioma a la economía sin mermar un ápice su fuerza expresiva.
Y al final hay en toda campaña electoral un aire de cierta ternura
al ver cómo todos se esfuerzan en convencernos de que son los mejores y podemos
confiar en ellos. Ay, si pudiéramos acertar.
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