miércoles, 3 de mayo de 2023

Ser agradecidos

Pocas escenas hay en la Historia del Arte tan significativas como aquella que nos muestra a Schubert caminando en solitario detrás del féretro de Beethoven. Era un día de marzo vienés, frío y ventoso. El músico de Bonn había muerto el día anterior, y todo el que representaba o quería representar algo en la sociedad vienesa había acudido a despedir al hombre huraño y genial, que había llevado a la música aún más allá de Mozart y de todo lo conocido y por encima de todo convencionalismo personal y social. La devoción de Schubert por Beethoven, sin embargo, tenía un carácter intemporal y en cierto modo simbiótico; era la admiración de un creador por otro; la devoción profunda y silenciosa que siente el genio, aunque aún no tenga conciencia de serlo, por otro que lo es ya de modo absoluto y fecundo. En toda su vida, Schubert no se había atrevido a presentarse ante Beethoven por pudor artístico y acaso también por la fama de antisocial y de imprevisible que tenía el gran sordo; su veneración por la figura y la obra del maestro, que llegó a rozar lo obsesivo, fue siempre de condición silenciosa y tal vez algo dolorida, como lo son todos los sentimientos irrenunciables.
En aquel marzo de 1827, mientras todo el que quería hacerse ver en Viena desfilaba en el cortejo con sus mejores galas fúnebres, entre comentarios sobre la última anécdota del finado y con la cara de circunstancias que la ocasión requería, Schubert caminaba solo, detrás de la multitud, llevando en la mano su propio hachón y con sus ojillos miopes fijos en algún punto indefinido. 
En verdad, pocas imágenes de humilde admiración y homenaje callado del genio al genio pueden encontrarse en la larga crónica de las relaciones artísticas. Y por debajo de todo, de íntimo agradecimiento hacia el creador de belleza por parte del receptor de ella. Porque este es precisamente un agradecimiento escaso y cuya ausencia resulta siempre fácil de justificar, como todo lo que se recibe sin atisbo de interés ni de imposición ni contrapartida alguna por parte del donante. Leemos un hermoso libro, gozamos con una obra de arte o disfrutamos durante un intenso momento con una bella música y nos parece natural que eso haya sido creado para nosotros, como si alguien hubiera nacido con esa obligación original, cuando, por un elemental deber de gratitud, debiéramos cerrar los ojos y dedicar mentalmente un fervoroso recuerdo agradecido a la figura que lo hizo posible. La belleza no brota de ninguna sopa germinal ni de las intenciones ni aun de las ideas o, al menos, no sólo; el espíritu del demiurgo es tan evanescente que no anida en ningún mortal, y mejor que así sea; el genio lo es sólo en cuanto es capaz de sacrificio.
De todas las definiciones de genio que uno tiene anotadas, tal vez la más exacta sea la menos ortodoxa: genio es la infinita capacidad de tomarse molestias. El genio en sí mismo poca cosa es, unas simples y calladas cuerdas de arpa, dijo el poeta; un uno por ciento de la obra, dijo el científico; un don, decimos todos, y tenemos razón. Pero un don inactivo en sí mismo; es decir, nada sin el esfuerzo. Y el eco de ese esfuerzo es el que nos alcanza a todos, sin que merezca en la mayoría de los casos ni un leve pensamiento.
Schubert murió al año siguiente de Beethoven, un día de otoño, sin llegar a cumplir los treinta y dos años. Tal como había deseado, fue enterrado al lado del sordo genial.

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