Sería una suerte tener en cada campaña
electoral un viaje que nos permitiera librarnos de ella y dejarnos la cabeza
más o menos como estaba. Desde la lejanía todo se achica y, si uno no quiere,
cuenta con muchas posibilidades de no tener que observar la refriega política
española, lo cual es un tonificante para la salud tan bueno como el mejor
balneario.
Las campañas electorales son una subasta. Los
licitadores van exponiendo sus ofertas a un ritmo bien medido, dosificándolas
en función de las que hagan los rivales. Si es un postor ya avezado, sabrá
dónde debe detenerse, aunque no sea más que para no ofender la capacidad de
raciocinio de los adquirentes. Si no lo es, ofrecerá ilusiones vestidas de
proyectos vagamente realizables, sin explicar que jamás podrán pasar de ahí. Si
los oyentes tienen ya una experiencia bien curtida, como es el caso, sabrán
distinguir entre ambos sólo con oírlos saludar, y dejará en su sitio a los
vendedores de humo. Lo malo es que, en la realidad, no existen líneas
definitorias tan claras. Ni aun los ofertantes más serios pueden prescindir de
una cierta dosis de demagogia, ni los más fantasiosos carecen de una mínima
cantidad de realismo. De ahí la dificultad de discernir entre ambos, y de ahí
el hecho de que, muchas veces, la elección termine haciéndose en virtud de
motivaciones más próximas al sentimiento que a la razón.
Decía Borges, con su agudeza para fabricar
definiciones contra corriente, que la democracia es una superstición muy
difundida. Puede que tenga de superstición el hecho de ser inalcanzable en su
estado más puro y que posea sus rituales propios y sus ministros y su
terminología específica, pero el hecho de introducir un nombre en una urna no
tiene de mágico más que lo escaso de su práctica. Ese es el único momento en que
la democracia no es palabrería. El día en que las campañas electorales dejen de
ser subastas vocingleras para convertirse en reflexión personal sobre la base
de unos mensajes ofrecidos con medida discreción, le habremos quitado otro poco
de razón a la definición de Borges.
Y, luego, a la vuelta, encontrarse con que se ha
cambiado al alcalde y a otros dirigentes, y mantener otra vez en nuestro
interior la ingenua esperanza de que se
esta vez se van a cumplir las promesas
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