miércoles, 17 de mayo de 2023

La campaña

 Sería una suerte tener en cada campaña electoral un viaje que nos permitiera librarnos de ella y dejarnos la cabeza más o menos como estaba. Desde la lejanía todo se achica y, si uno no quiere, cuenta con muchas posibilidades de no tener que observar la refriega política española, lo cual es un tonificante para la salud tan bueno como el mejor balneario.
Las campañas electorales son una subasta. Los licitadores van exponiendo sus ofertas a un ritmo bien medido, dosificándolas en función de las que hagan los rivales. Si es un postor ya avezado, sabrá dónde debe detenerse, aunque no sea más que para no ofender la capacidad de raciocinio de los adquirentes. Si no lo es, ofrecerá ilusiones vestidas de proyectos vagamente realizables, sin explicar que jamás podrán pasar de ahí. Si los oyentes tienen ya una experiencia bien curtida, como es el caso, sabrán distinguir entre ambos sólo con oírlos saludar, y dejará en su sitio a los vendedores de humo. Lo malo es que, en la realidad, no existen líneas definitorias tan claras. Ni aun los ofertantes más serios pueden prescindir de una cierta dosis de demagogia, ni los más fantasiosos carecen de una mínima cantidad de realismo. De ahí la dificultad de discernir entre ambos, y de ahí el hecho de que, muchas veces, la elección termine haciéndose en virtud de motivaciones más próximas al sentimiento que a la razón.
Decía Borges, con su agudeza para fabricar definiciones contra corriente, que la democracia es una superstición muy difundida. Puede que tenga de superstición el hecho de ser inalcanzable en su estado más puro y que posea sus rituales propios y sus ministros y su terminología específica, pero el hecho de introducir un nombre en una urna no tiene de mágico más que lo escaso de su práctica. Ese es el único momento en que la democracia no es palabrería. El día en que las campañas electorales dejen de ser subastas vocingleras para convertirse en reflexión personal sobre la base de unos mensajes ofrecidos con medida discreción, le habremos quitado otro poco de razón a la definición de Borges.
Y, luego, a la vuelta, encontrarse con que se ha cambiado al alcalde y a otros dirigentes, y mantener otra vez en nuestro interior la ingenua esperanza de que se  esta vez se van a cumplir las promesas

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