miércoles, 8 de julio de 2020

En nuestra ausencia

Ahora que hemos comenzado a poder alejarnos de nuestras casas, aunque sea con prevenciones, nos encontramos con que algunas cosas ya no son como las habíamos dejado. Nosotros nos hemos detenido, pero las fuerzas que mueven lo que nos rodea no. Hemos vivido en estado de hibernación durante más de tres meses y parece que la naturaleza nos echó de menos a su modo. A poco que uno salga a mirar los parajes que dejó y los rincones que conocía se dará cuenta de que nuestra ausencia se ha hecho sentir en ellos. En los bosques los senderos se han perdido bajo la maleza, en los caminos del monte las zarzas de una orilla tienden a juntarse con las de la otra hasta casi cerrar el paso, han desaparecido las rodadas bajo una invasión de ortigas, y en los muros de piedra crecen helechos y musgos hasta casi ocultarlos. El modesto jardín de la casita de fin de semana, siempre tan cuidado, es ahora una jungla en pequeña escala, y en la barbacoa, como en el olmo seco, urden sus telas grises las arañas. Dicen que el silencio del entorno ha alterado el comportamiento de las aves; que en el campo han aumentado las garrapatas y las avispas velutinas, que jabalíes y zorros andan con sus crías sin miedo alguno por donde antes no se atrevían, y que todos los animales, confiados, cruzan las carreteras con toda tranquilidad. Por un tiempo la naturaleza se ha desarrollado ajena a la relación humana, y en sus pautas no figura la de evitarnos peligros desconocidos, aunque sí la de ofrecernos lecciones que aprender. 
Estamos condenados a librar una lucha permanente contra la naturaleza si no queremos ser engullidos por ella. Nuestras casas, nuestras vías, nuestras fábricas, los espacios donde hacemos nuestras vidas apenas durarían un suspiro sin ser ocupados por su avance si los dejáramos a su merced. Alguien ha dicho que nuestras ciudades no son más que ensayos de secesión que hace el hombre al medio natural. Tal parece, porque se comporta como si pretendiera recuperarlo por todos los medios. Unos escasos días de ausencia y aparecen ya los desequilibrios que manifiestan su fuerza arrolladora. Será nuestra madre, pero tan rigurosa e implacable que no tenemos más remedio que vivir en eterna pelea con ella. 
No sabemos por qué motivo hemos aparecido como especie en la Tierra ni cuál es nuestra misión en ella; solo podemos conocer la que nos hemos asignado cada uno como individuos. Sí sabemos que, si la especie humana desapareciera, la única norma que regiría el planeta sería el caos. Aunque seguramente los seres que viviesen serían más felices

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