
En realidad, la Estambul turca de hoy es el producto de un violento expolio que nadie ha llorado nunca. Aquella ciudad griega, convertida luego por Constantino en capital del Imperio Romano de Oriente y que había logrado mantenerlo durante mil años después de la caída del de Occidente, fue tomada por los otomanos, que se la adjudicaron como si fuera suya. Fue uno de los mayores robos de la Historia y pasó desapercibido. Nadie en Occidente la lloró ni jamás se reivindicó. No hubo lamentos ni resistencia ni movimientos de recuperación ni nada que no fuera sacar provecho de la nueva situación. Si el comercio no se interrumpía, poco importaba de quién era. Solimán la reformó y la llenó de mezquitas; luego Ataturk la hizo perder la capitalidad en favor de la pueblerina Ankara. Hoy es una ciudad fea y hermosa, abigarrada y plácida, oriental y occidental, enervante y enamoradora, todo a la vez y como gozándose en ello.
La mancha roja de Santa Sofía es como una metáfora de la ambigüedad. Santa Sofía fue el orgullo de Justiniano y de toda la cristiandad; sin duda, una de las grandes obras maestras de la antigüedad, pasmo constante y objeto de alabanza de todos los viajeros que llegaban a Constantinopla. Cuando los turcos se apoderaron de ella la convirtieron al instante en mezquita. Se cuenta que Mehmet, el conquistador, oró en ella ese mismo día. Luego le taparon los mosaicos, le pusieron cuatro minaretes y le cambiaron para siempre su imagen. Pero su asombrosa cúpula ha sido el modelo que siguieron después para todas sus mezquitas, empezando por la gran Mezquita Azul, que tiene enfrente.
Alguno habrá que quiera ver algún paralelismo entre este caso y el de la mezquita de Córdoba, pero no lo hay; ni las circunstancias de origen ni el transcurso histórico posterior tienen puntos de similitud.
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