No todo estuvo mal en estos meses de encierro en nuestras casas,
obligados a romper con nuestro entorno y a renunciar a nuestras fuentes
habituales de placeres sociales. No hubo escapadas al café mañanero ni a la
cañita de la tarde, ni más posibilidades de recorrer mundo que el que
pudiéramos descubrir desde el sofá de nuestra habitación, pero a cambio se nos
ofreció tiempo en abundancia para llenar. Y aquí tengo que escribir en primera
persona, porque el mundo que uno busca no es el mismo que busca otro, y el
placer que proporciona un hallazgo puede que sea solo indiferencia para los
demás. Harto de la tecnología y de sus aplicaciones, he preferido acudir a mis
estanterías para encontrarme de nuevo con aquellas lecturas, algunas ya
lejanas, que dejaron alguna huella en mí. Releer es un ejercicio saludable y
suele resultar sumamente placentero, como lo es cualquier reencuentro deseado.
Han desaparecido los prejuicios y los resabios que pudo haber en el principio;
ahora van a asomar matices y aspectos que pasaron inadvertidos, quizá ocultos
por el interés otorgado al argumento. El libro, evidentemente, no ha cambiado,
pero el lector sí. Y ahora que lo relee se da perfecta cuenta de ello.
He aprovechado las largas horas de reclusión para verme de nuevo
con viejos conocidos, por ejemplo, de Galdós, al hilo de su centenario: con la
fuerte y delicada Tristana, o con Nazarín, bondadoso, consecuente, generoso en
su miseria, una de las figuras literarias más atractivas que pueden encontrarse.
También he vuelto a Cervantes, porque su voz siempre me resulta cálida y
acogedora; esta vez me acompañaron la Gitanilla, Monipodio, Tomás Rodaja y
todos los personajes que desfilan con su carga de humanidad a cuestas por las
Novelas ejemplares. Volví a coger Antígona, que siempre
me deja un no sé qué de inquietud ante el triunfo aparente del poder arbitrario
sobre la dignidad y la conciencia, aun sabiendo que su muerte va a demostrar
justamente lo contrario. Sería largo seguir.
También el cine. Ver de nuevo algunas películas es un hecho
gratificante y descubrir algunas perlas aún más. Me pasó con Umberto D.,
una cinta de hace setenta años que parece pensada para estos tiempos. Pocas
veces la soledad, la incertidumbre y la indiferencia ajena se vistieron de
imágenes tan poderosas como las que De Sica nos ofrece en este conmovedor
retrato de un hombre que ve cómo se renueva a cada momento su carga de
desesperanza. O Aquella casa en las afueras, una joya del cine
español, o La hora incógnita, por poner solo tres ejemplos. No, no
fue todo tiempo perdido en el encierro.
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