He aprovechado las largas horas de reclusión para verme de nuevo
con viejos conocidos, por ejemplo, de Galdós, al hilo de su centenario: con la
fuerte y delicada Tristana, o con Nazarín, bondadoso, consecuente, generoso en
su miseria, una de las figuras literarias más atractivas que pueden encontrarse.
También he vuelto a Cervantes, porque su voz siempre me resulta cálida y
acogedora; esta vez me acompañaron la Gitanilla, Monipodio, Tomás Rodaja y
todos los personajes que desfilan con su carga de humanidad a cuestas por las
Novelas ejemplares. Volví a coger Antígona, que siempre
me deja un no sé qué de inquietud ante el triunfo aparente del poder arbitrario
sobre la dignidad y la conciencia, aun sabiendo que su muerte va a demostrar
justamente lo contrario. Sería largo seguir.
También el cine. Ver de nuevo algunas películas es un hecho
gratificante y descubrir algunas perlas aún más. Me pasó con Umberto D.,
una cinta de hace setenta años que parece pensada para estos tiempos. Pocas
veces la soledad, la incertidumbre y la indiferencia ajena se vistieron de
imágenes tan poderosas como las que De Sica nos ofrece en este conmovedor
retrato de un hombre que ve cómo se renueva a cada momento su carga de
desesperanza. O Aquella casa en las afueras, una joya del cine
español, o La hora incógnita, por poner solo tres ejemplos. No, no
fue todo tiempo perdido en el encierro.
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