miércoles, 29 de agosto de 2018

Doña Carmen

Doña Carmen Calvo mira desde su sillón vicepresidencial a través de la pantalla y todos sabemos que el Boletín Oficial del Estado se va a enriquecer con una nueva arma que contribuirá a aumentar el arsenal de nuestra felicidad. Bueno, y de nuestra dignidad, de nuestro optimismo y de todo lo que necesitemos para llevar una vida mejor. Doña Carmen se explica mal y se expresa peor, pero adereza cada frase con la palabra democracia, casi como si aludiera a la santa patrona de su pueblo, tanto que dan ganas de contestar ora pro nobis. En su afán de primar el énfasis sobre la fonética y en su mirada decidida y repleta de convencimiento se adivina su condición de ardiente luchadora en la cruzada contra el carácter inclusivo de la lengua española.
Doña Carmen es el rompehielos que avanza quebrando el iceberg fosilizado de la historia y del idioma, pero sigue ilustres estelas de inefable memoria dentro de su propio partido. Doña Carmen, egabrense ella, -ya se sabe, el latín sirve para que los de Cabra se llamen egabrenses-, fue, según confesión propia, cocinera antes que fraila y estaba convencida de que dixit era el nombre de un ratón. Pues ya ven, fue ministra de Cultura en otro Gobierno y ahora es segunda de a bordo en este. Cuando intenta ser convincente da cierta ternura contemplar sus esfuerzos por adecuar el tono de seriedad al de trascendencia y ver luego cómo se diluyen ambas al someterlos a un análisis. "La democracia española se siente ahora más digna", afirma para justificar la decisión de cambiar de tumba a alguien que murió hace casi medio siglo. Pues no sé. Yo, desde luego, tengo la misma dignidad que ayer; le he preguntado al kioskero y me dice que él tampoco notó ningún incremento. Y eso que a lo que parece estuvimos 43 años con la dignidad bajo mínimos y nosotros sin enterarnos. Y ella tampoco, porque estuvo en el Gobierno y no parece que eso fuera su preocupación de entonces. Ay, señora ministra, qué ingrato resulta desvivirse por aumentar nuestra felicidad.
Claro que a los políticos, en general, hay que hacer un esfuerzo por entenderlos, y aún así siempre nos queda la duda de si nos hemos equivocado. Los hay que cuando hablan inspiran respeto y otros que cuando abren la boca parece que está uno oyendo al soldado Schwejk en la novela de Hasek. Pero luego las decisiones de unos y otros tienen el mismo rango en los boletines que regulan nuestras vidas. De firmas boletineras de tontos o algo similar están los códigos llenos de leyes y las hemerotecas llenas de anécdotas. O sea, que es una tradición, que ya lo dijo Anacarsis hace muchos siglos: los inteligentes deliberan y los necios deciden. Había en la Francia postrevolucionaria un político, un tal Harlay, que decía: "Una necedad más y seré ministro". Se había mezclado en mil sucesos escandalosos, pero supo sacar tal partido de ellos que le sirvieron para ir escalando uno tras otro los puestos más elevados hasta llegar al de intendente de París; comentando esto con unos amigos, solía repetir esas palabras. Se ve que la clase política no encuentra en sus referencias demasiada ayuda para mejorar su fama.

1 comentario:

Jesús Ruiz dijo...

Brillante.