miércoles, 28 de marzo de 2018

El diálogo de los políticos

Dentro del campo de la política, el diálogo es tenido por esa panacea maravillosa que todo lo remedia, bálsamo fierabreño que cura desacuerdos y hasta puede permitir yacer juntos a la oveja y el león. Se tiene a gala poseerlo como un valor más, de la mano sobre todo de los partidos de la oposición, que presumen de ofrecerlo y se ponen bravos para exigirlo, y que incluyen entre las instrucciones que dan a sus huestes la de enarbolar la palabra en toda ocasión posible, antes, durante y después de su acceso al sillón de mando. Y ahí queda la noble expresión de la dialéctica despojada de su condición de instrumento y convertida en un fin electoral. Luego, claro, se le convierte en eso, en una mera expresión, y si alguien pide explicaciones se mira hacia otro lado.
No parece que estén muy dispuestos al diálogo limpio y abierto los separatistas catalanes, que lo exigen con la condición previa de que se acepten sus peticiones, ni los que convierten una muerte natural por infarto en un asesinato capitalista, ni los que dicen tener como ley suprema la voz de la calle siempre que no les sea adversa, como en el caso del debate sobre la prisión permanente revisable, ni tantos colectivos infiltrados de dogmatismos, apriorismos y reduccionismos ideológicos. Tengo para mí que, de todos los sectores implicados en los innumerables conflictos, grandes y pequeños, que se presentan cada mañana en la mesa del gobernante, los menos proclives a encontrar una solución mediante el diálogo desinteresado son los partidos de la oposición, cualquiera que sea. En esos casos, la actitud dialogante, bella virtud cuando se mantiene en un plano por encima de la praxis, se vuelve elemento retórico y cebo para atrapar incautos en boca de quien lo presente como un elemento de eficacia decisiva en el campo de lo pragmático. El diálogo es, ante todo, persuasión, disensión, razonamiento. Su descubrimiento es, según Borges, el mayor suceso de la historia universal. Pero ¿es compatible con la acción política? Pues quizá sí, pero solo de sus representantes verdaderamente grandes, esos que, según se les ha definido, buscan mirar más a las próximas generaciones que a las próximas elecciones.
La teoría socrática nos enseña que en el diálogo existen dos razones o proposiciones previas que se contraponen entre sí, es decir, una confrontación en la cual hay un acuerdo en el desacuerdo. A partir de ahí, mediante el desarrollo del discurso dialéctico, se podrán ir dando sucesivos cambios de posiciones, inducidos por cada una de las posturas contrarias, hasta llegar a llegar a armonizar ambas o hacer prevalecer una de ellas mediante argumentaciones lógicas. Pero ¿cómo aplicar esto en el duro, interesado y sectario mundo de la política? ¿Qué hacer cuando uno de los participantes se refugia en un dogma o se encastilla en sus posiciones sin más argumentos que una difusa apelación a valores de imposible medición? Pensemos otra vez, por ejemplo, en los nacionalismos que todos conocemos, o en los populismos, pero pensemos también que cuando el diálogo fracasa llega la imposición.

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