miércoles, 21 de marzo de 2018

Voto cautivo

Es inevitable. Cualquier votación de cualquier parlamento tiene algo de impostado, un acto mecánico, programado previamente, que no obedece más que a un toque de trompeta que obliga a cumplir la ordenanza. Se vota una propuesta cualquiera, sea una gran obra que beneficiaría a todos, o una de esas que cuestiones que rozan lo moral y que afectan a las convicciones más íntimas, o simplemente cualquier asunto trivial sobre el que cualquier diputado podría tener una opinión fundada. Pues no. El jefe del grupo hace una señal con los dedos indicando el sentido del voto, y el beneficio de todos, la voz de la conciencia y la opinión personal se van a paseo. ¿Cómo van a oponerse estas trivialidades a la suprema voz de su amo? ¿Qué importancia pueden tener las pequeñas verdades individuales ante la verdad absoluta que encarna el sumo sacerdote del partido? Acallar la conciencia propia en aras de otros, desoír su voz para no verse expulsado del redil y de la seguridad de seguir pastando tranquilamente, anular sus convicciones más personales para no aparecer como un rebelde disidente y verse arrojado a las tinieblas exteriores sin posibilidad de encontrar otro acomodo, esa es la desgraciada función que la mayoría de los políticos se ven obligados a ejercer una vez deciden dedicarse a esta actividad.
Se cuenta, y así está escrito en el epitafio de su tumba, que Nicolás Salmerón dimitió de su cargo de presidente de la I República para no tener que firmar una sentencia de muerte porque su conciencia no se lo permitía. Se cuenta porque es un caso tan infrecuente en la clase política que continúa siendo un referente solitario, sin descendencia. ¿Cuántos de quienes han votado, por ejemplo, a favor de la derogación de la pena de prisión permanente revisable están de verdad en contra de ella? ¿Cuántos han tenido que poner tapones en los oídos de su conciencia para dar su voto afirmativo a su eliminación, aun cuando estén convencidos en su fuero interno de que ni cae en la venganza ni elimina los derechos que la sociedad concede al delincuente en cuanto a su reinserción? Dura servidumbre del político esa que le impide ejercer lo que él mismo tiene como bandera: el derecho a la libertad. En este caso la libertad de conciencia, quizá la más necesaria de todas las libertades.
La conveniencia o no de dejar al parlamentario ser dueño de su voto es una de esas cuestiones de arduos filos que da lugar a estudios profundos cargados de argumentos en ambos sentidos. La Constitución dice que su voto es personal e indelegable, pero hay quienes apuntan el temor a alguna tentación de venalidad si se permite salir de la disciplina del grupo. La cuestión estriba en saber si cabe correr ese riesgo por salvaguardar la libertad de opinión individual frente a la del conjunto, porque lo cierto es que ahora, con muy pocas excepciones, el partido manda y el diputado obedece, y así siempre puede quedar la duda de si preferirá escoger para sus listas, en vez de a personas valiosas, a personas sumisas. Desde luego, viendo el nivel intelectual y profesional de muchos de nuestros diputados, la duda es justificada.

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