miércoles, 4 de abril de 2018

Una mirada al país real

Bendita Semana Santa, que nos ha dado un respiro en medio de la agobiante matraca catalana. No se han muerto sus voces, qué va; suenan de fondo, pero ahora parecen más fuera de lugar que nunca, más inverosímiles, como un ruido extraño y discordante que no tiene cabida en estos días de vivir gozoso, tan largamente esperados. Qué buena ocasión para probar a huir por un tiempo de toda información sobre las miserias cotidianas de la política y dejarse llevar por el transcurrir de la vida en su estado más simple y más cercano a nosotros mismos, ese que alberga nuestras inclinaciones y guarda vivos nuestros deseos soterrados el resto del año. Disfrutar de lo que siempre nos pasa desapercibido, descubrir que existen mundos al margen de la información que nos sirven, hallar placeres desconocidos al alcance de nuestra mano y, de paso, librarse de ese tono gris y pesimista que algunos medios parecen empeñados en proyectar sobre nosotros, como si nuestro país fuese una excepción en la armonía del universo, sentenciado eternamente a ser un desastre y a no hacer ni tener jamás nada bueno. Si el estado del país se juzgara por el que se retrata desde las tertulias y editoriales de algunas cadenas y medios escritos o por las declaraciones de algunos personajillos, todos los que vivimos aquí mereceríamos poco menos que una medalla al mérito masoquista. No, no es la envidia el pecado nacional; no hay aquí más envidia que en otras sociedades. Es la estúpida tendencia a denigrarnos a nosotros mismos sin ningún objetivo crítico, incluso con un cierto aire de superioridad intelectual, y a veces hasta con cierto regodeo. Y eso a pesar de todas las evidencias.
Estamos en una perpetua, profunda y tremebunda crisis, según se encargan de certificar a cada momento los gurús de lo negativo, pero lo que pudo ver cualquier extranjero que nos haya visitado esta Semana Santa fue un país de gentes entregadas al disfrute de su tiempo libre, con sus calles llenas de vida, sus espacios comerciales a rebosar y sus terrazas y restaurantes abarrotados, con unos trenes modernos y unas autovías espléndidas, colapsadas por millones de desplazamientos hacia lugares de descanso, con las estaciones de esquí más concurridas que nunca y una ocupación hotelera rozando el lleno en playas y casas rurales. Un país con un alto nivel de vida, seguro y fiable, de gentes afables y hospitalarias; unas ciudades cuidadas y atractivas, en las que es fácil sentirse pronto como un ciudadano más. Un país vibrante y dinámico, que vive intensamente en la calle con toda naturalidad sus tradiciones religiosas, con orgullo y sin complejos. Un país en el que, a poco que ese viajero se fije, podrá darse cuenta de la distancia que hay entre los vericuetos por donde transita una gran parte de su clase política y la realidad que forjan día a día sus gentes.
Es este un país que vuela siempre por encima de sus dirigentes, como si tuviera un sentido especial para establecer las categorías de la vida. Por viejo, por zarandeado, por mediterráneo, o porque sabe que en la normalidad de cada día, vivida libremente, está todo lo que cabe esperar.

2 comentarios:

Mónica dijo...

Enhorabuena!! Además de ser uno de los escritores con la prosa más bella de este país y con mas sabiduría y conocimientos,ya sólo se podia superar escribiendo lo que nadie cuenta,la realidad contra la mentira informativa,la selectividad agresora de la prensa y descender,o mås bien sobrevolar a lo que es España y su gente,a descubrir por qué envidio el chovinismo de ingleses,franceses y estadounidenses.....

Una admiradora dijo...

Me admira leer a un buen escritor que se siente orgulloso de nuestro país y de sus gentes. Que está por encima de esos agoreros que no saben, o no quieren reconocer todo lo bueno que tenemos a nuestro alrededor.
Gracias por este artículo tan hermoso.