miércoles, 14 de marzo de 2018

La peor de las ausencias

No hay desasosiego mayor que la incertidumbre ni dolor más difícil de llevar que esa incertidumbre convertida en posibilidad de vida o muerte de un ser querido. La duda no tiene más consuelo que el que uno quiera darle, y en la necesidad de encontrarlo termina engañándose a sí mismo. En la duda se derrumba nuestra fortaleza y se alimenta un dolor mucho más lacerante que el que nos presenta de cara la realidad. Ante el misterio de la ausencia inexplicable de alguien que debiera estar con nosotros, el entendimiento queda perdido en una infinitud de revueltas a cual más oscura, sin poder aferrarse a nada. La actualidad de estos días viene marcada por una serie de desapariciones de personas cercanas en el tiempo y algunas en el espacio: tres mujeres en Asturias y un niño en Almería, aunque dos de esos casos ya han dejado de ser de desaparecidos del peor modo posible. No son más que la continuación de tantos otros, algunos todavía inexplicados, que en su momento golpearon nuestros sentimientos y ahora nos golpean más bien la imaginación. Qué ocurrió, por ejemplo, con el niño desaparecido en el accidente del camión en el puerto de Somosierra, qué fue de Yéremi, y de David, el niño pintor, y de Germán, perdido sin rastro durante una excursión de su colegio en los Picos de Europa. En ninguno de estos casos han quedado huellas determinantes de ellos ni parece que se haya pedido rescate ni recibido señales por parte de los autores. Simplemente han desaparecido. Sin razón, sin motivo, sin lógica y sin piedad.
Debe de resultar insoportable el sufrimiento que produce en lo más hondo de las entrañas de unos padres la ausencia inexplicada de un hijo pequeño, tanto que a medida que pasa el tiempo algunos llegan a preferir tener en sus brazos el cuerpo de su hijo muerto antes que seguir viviendo en la insufrible oscuridad de la incertidumbre. Al menos la muerte lleva consigo una certeza; terrible, pero certeza. Qué vacío y qué tristeza la de esas madrugadas envueltas en la angustia de si pasará otro día en vano, uno más en esa sucesión siniestra de jornadas, porque el tiempo se estrecha con cada una y las esperanzas se debilitan sin remedio. O puede que acaso alguna noche piadosa deje en el alma un atisbo de confianza con el que empezar el día, aunque solo sea para poder seguir viviendo. Pero ahí están sus cosas, su ropa y sus juegos, y la cama sin deshacer, y las preguntas que asedian el pensamiento como monstruos siniestros: dónde estará, cómo será su noche, quién se hallará a su lado. Y la más pavorosa: ¿vivirá?
Surge la solidaridad de las gentes de bien, que son casi todas, y queda siempre la esperanza en el éxito de la búsqueda organizada, pero en la soledad de sí mismo, en las horas inacabables de tiempo inmóvil, solo existe el sentimiento de ausencia. Y duele muy especialmente cuando a la ausencia se une el silencio absoluto, porque cabe temer que sea el silencio de la muerte. La ausencia solo puede vencerse con la presencia, que no está casi nunca al alcance de quien la sufre, y si acaso aliviarse con el recuerdo, que sí lo está, por suerte para nuestro equilibrio, y de él habrá que alimentarse si todo se rompe.

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