El presidente francés,
Macron, es un tipo joven, escaso todavía de intensa experiencia política y,
quizá por eso, escaso también de complejos que silencien las convicciones en
aras de algún rédito electoral. En su evolución desde la izquierda se ha
convertido en apóstata desengañado del partido socialista y en líder del
movimiento liberal de centro que ha ganado las elecciones presidenciales. Y
desde esta posición ha recordado a quien tenga alguna duda algo que ya el
Consejo Nacional había confirmado hace años: que no hay más que un único idioma
oficial en toda la República ,
que es el francés, y que no hay más que hablar. Que sí, que el bretón,
alsaciano, occitano, corso, catalán y demás están muy bien y cada uno puede
hablarlos cuanto quiera, pero que sólo sirven para usarlos con el vecino, y que
nada de cambiar los rótulos de las carreteras y los nombres de las ciudades.
Que una de las razones de la gran cultura francesa, y de su grandeur, es
su lengua, y que ningún habla local,
por muchas aspiraciones de gran idioma con que lo presenten, va a hacerle
sombra.
Hay que ver cómo piensan
estos franceses. Tienen a su lengua nacional como su más alto signo de
identidad. Han sabido dignificarla hasta hacer de ella, durante muchos años, el
idioma de la diplomacia, de la moda, de la gastronomía y de la gente de mundo.
Sin ser una lengua que cuente con un gran número de hablantes, ha logrado estar
presente en todos los planes de estudio del mundo y tener categoría de idioma
oficial en todos los organismos posibles. Es cierto que ahora está en cierto
declive en las aulas extranjeras, pero el francés es y siempre será el símbolo supremo
del ser nacional. ¿Otros idiomas oficiales en Francia? Vamos, monsieur,
usted delira. Claro que por suerte para ellos no tienen la izquierda montaraz que
tenemos nosotros ni los partidos de terruño y minifundio que tanta guerra nos
dan aquí.
Pues sí que son intransigentes
con su lengua y opresores despiadados de las minorías lingüísticas, sin ver las
innumerables ventajas que se pierden. En su ignorancia, no acaban de ver claro
eso de que la variedad de lenguas sea un tesoro inapreciable para una nación;
se conoce que no ven que países como Papúa Nueva Guinea, donde cada aldea tiene
un idioma único, o Afganistán, donde disfrutan de tantas, sean grandes
potencias culturales. Más bien creen, materialistas ellos, que la riqueza está
en lo contrario: en no tener que hacer todos los impresos bilingües, ni crear
nuevos gastos académicos, ni duplicar los indicadores de las vías públicas, ni
financiar publicaciones que a nadie interesan, ni pagar intérpretes para que
traduzcan al francés las palabras de un francés. Aunque puede que en lo que
piensen de verdad sea en algo mucho menos cuantitativo y más inasible. Por
ejemplo, que un ciudadano francés pueda recorrer cualquier región de su país
sin sentirse extraño en ella, o que un niño de la Provenza siga teniendo la
posibilidad de ir a un colegio de Bretaña, pongo por caso, sin ser sometido a
una inmersión lingüística en una piscina aderezada con un puñado de sales de
hecho diferencial, unos cuantos frascos de historia inventada y muchas gotas gordas
de desprecio a la patria común. Estos franceses necesitarían unas cuantas
lecciones de modernidad.
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