miércoles, 7 de marzo de 2018

Los franceses lo tienen claro

El presidente francés, Macron, es un tipo joven, escaso todavía de intensa experiencia política y, quizá por eso, escaso también de complejos que silencien las convicciones en aras de algún rédito electoral. En su evolución desde la izquierda se ha convertido en apóstata desengañado del partido socialista y en líder del movimiento liberal de centro que ha ganado las elecciones presidenciales. Y desde esta posición ha recordado a quien tenga alguna duda algo que ya el Consejo Nacional había confirmado hace años: que no hay más que un único idioma oficial en toda la República, que es el francés, y que no hay más que hablar. Que sí, que el bretón, alsaciano, occitano, corso, catalán y demás están muy bien y cada uno puede hablarlos cuanto quiera, pero que sólo sirven para usarlos con el vecino, y que nada de cambiar los rótulos de las carreteras y los nombres de las ciudades. Que una de las razones de la gran cultura francesa, y de su grandeur, es su lengua, y que ningún habla local, por muchas aspiraciones de gran idioma con que lo presenten, va a hacerle sombra.
Hay que ver cómo piensan estos franceses. Tienen a su lengua nacional como su más alto signo de identidad. Han sabido dignificarla hasta hacer de ella, durante muchos años, el idioma de la diplomacia, de la moda, de la gastronomía y de la gente de mundo. Sin ser una lengua que cuente con un gran número de hablantes, ha logrado estar presente en todos los planes de estudio del mundo y tener categoría de idioma oficial en todos los organismos posibles. Es cierto que ahora está en cierto declive en las aulas extranjeras, pero el francés es y siempre será el símbolo supremo del ser nacional. ¿Otros idiomas oficiales en Francia? Vamos, monsieur, usted delira. Claro que por suerte para ellos no tienen la izquierda montaraz que tenemos nosotros ni los partidos de terruño y minifundio que tanta guerra nos dan aquí.
 Pues sí que son intransigentes con su lengua y opresores despiadados de las minorías lingüísticas, sin ver las innumerables ventajas que se pierden. En su ignorancia, no acaban de ver claro eso de que la variedad de lenguas sea un tesoro inapreciable para una nación; se conoce que no ven que países como Papúa Nueva Guinea, donde cada aldea tiene un idioma único, o Afganistán, donde disfrutan de tantas, sean grandes potencias culturales. Más bien creen, materialistas ellos, que la riqueza está en lo contrario: en no tener que hacer todos los impresos bilingües, ni crear nuevos gastos académicos, ni duplicar los indicadores de las vías públicas, ni financiar publicaciones que a nadie interesan, ni pagar intérpretes para que traduzcan al francés las palabras de un francés. Aunque puede que en lo que piensen de verdad sea en algo mucho menos cuantitativo y más inasible. Por ejemplo, que un ciudadano francés pueda recorrer cualquier región de su país sin sentirse extraño en ella, o que un niño de la Provenza siga teniendo la posibilidad de ir a un colegio de Bretaña, pongo por caso, sin ser sometido a una inmersión lingüística en una piscina aderezada con un puñado de sales de hecho diferencial, unos cuantos frascos de historia inventada y muchas gotas gordas de desprecio a la patria común. Estos franceses necesitarían unas cuantas lecciones de modernidad.

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