viernes, 7 de abril de 2017

Panorama televisivo

Hasta la aparición de internet, la televisión ejercía el poder absoluto en lo que se refiere a la configuración de las costumbres y modos sociales, además de la diversión familiar, que parecía innato a ella. Su mágica presencia en el salón de cada casa, especialmente en las noches, tenía mucho de reverencial, un oráculo supremo, una ventana que se nos abría al más allá de nuestro raquítico entorno y a la que era inevitable entregarse sin reserva. Y ella proclamaba orgullosa la triple función que debía ser su objetivo y a la que habría de servir: formar, informar y entretener. Eran tiempos de novedad y de trazado de caminos a seguir, y en estos casos siempre se piensa con una altura de miras que luego, poco a poco, el tiempo y nuestra inexplicable atracción por todo lo negativo, rebajan hasta eliminarla. Qué poco puede decirse hoy de algún efecto medianamente positivo de la televisión en nuestra sociedad. Lo de formar sería hoy motivo de burla en esos acreditados canales de conocimiento que son las redes sociales. Informar ya suena a abstracción difusa, como un propósito que hace tiempo que ha dejado de serlo; la información es ahora opinión, nacida de una línea editorial partidista y desarrollada hasta la náusea en tertulias y espacios al rojo vivo en los que se crean de la nada los políticos que conviene. Y entretener ha cambiado su sencillo significado, y sobre todo sus modos, para apoyarse en la zafiedad, la sosería y la ausencia absoluta de ingenio. Ver la televisión es cada día más un ejercicio ideal para rebajar la dignidad propia y el respeto a sí mismo.
Puede que las exigencias de un público cada vez más curtido hayan aumentado y que resulte muy difícil sorprenderlo, como antes, con cualquier novedad, pero lo que se hace notar es la falta de talento para renovar con éxito las ofertas, al menos en las cadenas generalistas. La vieja pantalla familiar se ha convertido en una vaciedad absoluta; el ciudadano de a pie ve en ella muy pocas cosas que le traigan reflejos de su vivir cotidiano y ni siquiera le sirve para evadirse de él; prefiere grabar sus programas en otros sitios y verlos a su gusto. Los géneros de siempre se han convertido en apuestas arriesgadas por su escasa aceptación; las nuevas series muestran una total incapacidad para conectar con el espectador; los concursos, aquel recurso entrañable de la tradición televisiva, sobreviven en formatos menores; por los llamados programas del corazón se mueve un rebaño de mindundis que parecen salidos de alguna tabla de El Bosco. Como grandes hallazgos pueden citarse esa ola de enseñanzas culinarias que nos invadió de repente, como si nuestras madres y abuelas nunca hubieran sabido freír un huevo, y la consagración de las tertulias para discutir sesudamente el sentido del último insulto de cualquier imbécil en su tuit.
Eso sí, hay ofertas para toda necesidad. Por ejemplo, si usted quiere estar informado de forma parcial y partidista, puede ver los informativos de esa cadena de las tertulias al rojo vivo, y si le gusta experimentar la sensación de sentir vergüenza ajena, vea algo de la madre de las mamachichos. Y así la mayoría. El ejercicio crítico será lo único que deje a salvo nuestra integridad intelectual.

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