miércoles, 12 de abril de 2017

Vacaciones, tradición y fe

Con media España de mudanza en busca de algún lugar distinto al suyo y el sol colaborando en el empeño, hemos entrado en la semana más atípica del año, esa en la que casi nada está en su sitio y obliga a alterar la normalidad habitual, al menos en sus aspectos más superficiales. La Semana Santa es el primer alto que se toma el año en su curso. O mejor, que se toma el año que nosotros hemos creado con nuestros afanes y trabajos. Que su ritmo y sus pausas estén basados en el ciclo del período litúrgico cristiano no es más que una constatación más de las raíces culturales de las que venimos.
Quizá sea en España donde la Semana Santa ha encontrado su símbolo más identificativo, a la vez que complejo de comprender en una primera mirada: las procesiones. Frente a la Europa del Norte, donde la influencia calvinista impone una ostentación contenida de los sentimientos y un rigor casi conceptual en las expresiones, aquí la devoción se manifiesta libremente en la calle, sin pudores, entre cantos, llantos y plegarias compartidas. Las procesiones, más allá del carácter folclórico que ocasionalmente puedan bordear, son elementos de manifestación religiosa a través de unas formas profundamente humanas. Son evocación del sufrimiento ajeno, exaltación de la compasión y de las lágrimas por un dolor solo comprendido por quienes tienen la certeza de la verdad del misterio que se representa. El dogma solo vive en los corazones en los que anida la fe; sin ella no hay posibilidad de penetrar en su entraña más íntima, aunque, eso sí siempre queda su belleza externa y su carácter de elemento cultural y sociológico.
Hace ya mucho tiempo, desde que el afán por la conquista de la realidad material ha ido ganando terreno al mundo espiritual, que la Semana Santa se ha convertido en una inmensa manifestación de fe profana. El segundo gran momento del año cristiano, el que cierra y culmina su ciclo dogmático, es, simplemente un período vacacional. Si en la época navideña, a pesar de la plaga comercial que ha caído sobre él, se mantiene una innegable cercanía al hecho que se celebra y un espíritu de cierta aproximación litúrgica, que se refleja en la tradición de la celebración familiar, en Semana Santa se hace difícil encontrar otra cosa que caras ansiosas de llegar a un destino ajeno al suyo. A lo mejor es que un nacimiento, aunque haya tenido lugar hace dos milenios, nos aviva siempre una idea de alegría; en cambio la muerte, por más que haya sido redentora, nos perturba, mientras que la resurrección, como todo lo que es ajeno a la realidad ordinaria, resulta de muy difícil comprensión fuera de la gracia de la fe.
Esta semana termina sólo por ser santa para esa alma humilde y anhelante, que se recoge en la penumbra silenciosa de una iglesia, cara a cara consigo misma y a solas con el misterio que nutre su fe. Su meditación sobre el hecho fundamental del dogma cristiano se convertirá en plegaria, en propósito, en razón de vida. Revivirá su esperanza con la palabra mil veces oída y siempre renovada, como alimento que es. Y no andará por las calles con sayales ni capirotes. Sólo para ella la semana es santa.

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