miércoles, 7 de diciembre de 2016

La venganza de Don Pedro

Se han cumplido en estos días ochenta años del asesinato del que fue quizá el autor teatral más popular de su tiempo, el hombre que mejor supo conectar el escenario con el público a través de lo que él siempre consideró un ingrediente infalible: el humor. Si la valoración de un artista se puede medir por la cantidad de momentos en que fue capaz de hacer feliz a alguien con su obra, lo que no es mala forma de valorar, la de Muñoz Seca ha de ser altísima, digan lo que digan los gurús de turno. No era el suyo un humor impostado, sino endógeno; nacía de su carácter optimista, festivo, irónico. Su vida es una fuente continua de anécdotas, incluyendo los momentos previos a su asesinato. Ya se sabe que el humor no es un elemento atemporal y universal, sino una realidad de un presente y un ámbito concretos, de modo que lo que resulta cómico para una generación puede que no lo sea para las siguientes, pero si en el fondo subyacen códigos comunes a todas las modas, la obra se prolonga en el tiempo, y este es el caso. A Muñoz Seca le parecía que la vida tenía pocas cosas que pudieran tomarse en serio, y la literatura aún menos, y así se burla de la poesía pedante y hueca, del discurso rimbombante, de los tópicos románticos y de las situaciones falsamente trascendentes, todo ello entre juegos de palabras, dobles sentidos, parodias, retruécanos, situaciones sorprendentes, respuestas absurdas y ripios, muchos ripios llenos de intención y de alusiones.
Opinaba que lo único que hay en el mundo digno de estimación es una buena carcajada, y que quienes la produzcan con su arte o con su ingenio merecen la gratitud de las gentes. "¿Qué haré yo para que los que sufren dejen de sufrir por un instante y rían? ¡Lo más sano, lo más bueno, lo que más se parece a la felicidad!". Dedicó a ello toda su obra, incluso la que escribió como sátira política -ahí está La Oca-, siempre con gran aceptación del público, y no tanto de la crítica, aunque esto le importaba muy poco. Ni la crítica ni la poca consideración que tuvieron hacia su obra los intelectuales de izquierdas. De los críticos se vengaba a su manera: cuando una obra alcanzaba las cien representaciones averiguaba qué crítico le había puesto peor y le regalaba una entrada para el palco. De los intelectuales no haciéndoles el menor caso.
"El que hace reír nunca se rebaja, sino todo lo contrario. El que con la risa hace olvidar a alguien por un instante sus pequeñas miserias, el que hace reír a seres que tienen tantas razones para llorar, ése es el que les da fuerzas para vivir, y a ése se le ama como a un bienhechor", había escrito Mark Twain. No lo vieron como un bienhechor los miserables que le condenaron a muerte "por católico y monárquico" y que, después de haberle quitado todo menos el miedo que tenía, según él mismo dijo a sus asesinos, le fusilaron en Paracuellos. No tuvo la suerte posterior de otros asesinados por un odio semejante, solo que en el bando contrario. La venganza de don Pedro consistió en que su Don Mendo sigue haciendo reír a mucha gente y se ha erigido, junto con Don Juan Tenorio y La vida es sueño, en la obra más representada del teatro español.

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