miércoles, 14 de diciembre de 2016

Luces de la ciudad

Esto de las luces navideñas en nuestra ciudad debe de obedecer a decisiones de difícil comprensión, porque hay que ver las diferencias con que se nos presentan cada año. Al lado de veces que inspiran el reconocimiento casi unánime por el acierto, tanto de su forma externa como del significado de su presencia, hay otras en que más bien transmiten decepción. Este año, por ejemplo. Salvo algún tramo de dos o tres calles del centro, donde sí ofrecen cierta finura y elegancia, en el resto no parece que hayan podido despertar mucho entusiasmo. Amorfas, monótonas, repetitivas, carentes de brillo y sin ninguna alusión al hecho que celebran. Ni una sola imagen navideña, ni apenas un "Feliz Navidad" que exprese los buenos deseos de nuestros ediles hacia los ciudadanos. Una iluminación que lo mismo podría valer para la Navidad, que para el Carnaval, el Ramadán, la reina de las Nieves o las fiestas del pueblo.
Según a quien se pregunte se encontrará una razón para instalar la decoración navideña: tradición, embellecimiento de la ciudad, incentivo para el comercio, creación de un ambiente especial, conmemoración del nacimiento de Jesús. O acaso otras o todas juntas, pero hay algo en lo que es fácil coincidir: las luces alegran nuestras calles, las hacen más hermosas, crean en ellas una sensación distinta de la monotonía de todo el año. Pero es que la iluminación navideña es algo más que un simple adorno urbano que se pone en determinados días. En la necesidad que todo grupo humano tiene de identificarse con las fuentes de su realidad cultural, se acude a la luz como imagen que la representa. No hay pueblo que no pregone sus esencias básicas, simbolizándolas de forma colectiva en sus celebraciones importantes, como afianzamiento de su unidad y referencia de sus orígenes. Unas veces son manifestaciones parciales, que pueden ir desde colgar unas humildes bombillas en el prado del pueblo para celebrar la fiesta de su patrón, hasta llenar el cielo de fuegos artificiales para resaltar algún acontecimiento mayor. Otras tienen más alcance; proclaman su pertenencia identitaria. Esas luces que embellecen las calles de todas las ciudades de España, de Europa y de medio mundo son la declaración de la nuestra. Hay quien piensa que el progresismo consiste en la renuncia de lo propio, pero nuestra ordenación como seres culturales se inscribe en lo que ellas representan. Ahí habitan muchas de nuestras queridas ilusiones infantiles y de nuestros más amables recuerdos de niñez. Somos seres de memoria, y la memoria necesita símbolos que den imagen a su abstracción y nos hagan presente su significado. La iluminación navideña viene a ser una exigencia de nuestro subconsciente colectivo, y si faltara, veríamos que algo importante habíamos dejado por el camino.
Lo que no es admisible es quedar a medias, entre el sí y el no, poner una iluminación híbrida, como de mala gana y por pura obligación. Poca, anodina y mal distribuida. Calles a medias, guirnaldas minúsculas, perdidas en el vacío, pequeños espacios iluminados aislados entre sí, sin continuidad ni lógica ni justificación en sus propias imágenes. A ver el año que viene.

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