miércoles, 19 de octubre de 2016

El premio

Entre el premio concedido al presidente colombiano Santos y el de Bob Dylan, los Nobel han alcanzado la cima más alta de su largo historial de culto a lo incomprensible. Al primero por firmar con los asesinos terroristas una paz tan humillante que su propio pueblo, a pesar de tantos años de sufrimiento, rechazó en referéndum. Al segundo por... pues no sé muy bien por qué, ni ellos explicarlo. Cuando uno ve la lista de premiados y ausentes, al menos en este apartado de Literatura, comprende que haya quienes digan aquello de que el castigo de Dios a Alfred Nobel por haber inventado la dinamita fue el de dar su nombre a unos premios como estos. En una relación en la que se supone que han de figurar los mejores escritores de cada momento no aparecen, por ejemplo, Tolstoi, Zola, Ibsen, Galdós, Borges, Proust, Kafka, Baroja, Valery o Rilke, y sí otros a quienes con buena voluntad podemos aplicar el piadoso eufemismo de discutibles. Algo parecido ocurre en el otro galardón que está al alcance de cualquier opinión por carecer de aspectos puramente técnicos: el de la Paz. Se le concedió a tipos como Arafat, Menchú, Al Gore, Kissinger, o a simples intenciones, como en el caso de Obama, pero no a Gandhi ni a ningún papa, por ejemplo.
Que el premio a Dylan haya despertado comentarios entusiastas en las redes sociales y en algunos cenáculos de opinión no es más que una muestra de la confusión de valores creativos y del sentido relativista al que algunos se empeñan en llevarnos. Un músico no es lo mismo que un escritor. Un músico tiene en la música su expresión, su objetivo estético, su modo de comunicación y el fin primordial de su trabajo. La palabra es un complemento. La música es la que origina y define la canción; es la letra la que se adapta a su ritmo y acentos, sacrificando si es preciso buena parte de sus posibilidades literarias con tal de no alterarla. Una letra leída pierde su categoría poética y, desde luego, su capacidad de conmover. Incluso en los cantautores más afamados, desprovista de la música, la canción suele quedarse en unos versitos insulsos, casi siempre cursis, y sin más contenido que el que pretenden hacernos ver sus potentes medios de promoción. Por cierto, todos los que nos meten por los oídos pertenecen únicamente al ámbito de la lengua inglesa; parece que en otros idiomas nadie sabe componer ni cantar medianamente bien.
Si la Academia sueca dio este Nobel a un letrista, por qué no dar el próximo a un publicista, a un cartelista, a un guionista o al que escribe el discurso a un ministro de Hacienda. En el signo de nuestro tiempo, que es la vulgarización de la excelencia y el igualitarismo de conceptos, cabe eso y más, desde que las parejas prefieran tener perros a tener hijos, hasta considerar que "el vino que vende Asunción" es igual que una cantata de Bach. Qué intereses habrá escondidos por algunos rincones del proceso, teniendo en cuenta el impacto global que esto supone. Desde luego no parece que sean los de los editores y libreros, que pierden una de sus grandes ocasiones anuales de hacer caja llenando sus escaparates con la obra del premiado. En este caso, la obra está flotando en el viento.

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