miércoles, 2 de marzo de 2016

La vulgaridad como norma

Parece como si en los momentos de bienestar material de una sociedad, cuando el estómago está suficientemente atendido y los caprichos casi todos cumplidos, aflorasen de golpe sus peores formas en el modo de manifestarse. En la nuestra, desde luego, vivimos ese momento. Estamos asistiendo al triunfo absoluto de la mugre y la cutrez. Peor aún, a su normalización; peor aún: a su instalación como categoría propia. Es un espectáculo continuo, que hace pensar que, si esto es lo que nos ha traído la generalización de las comunicaciones, quizá habría que lamentarlo por lo que afecta a la salud intelectual de la ciudadanía. Ahí tenemos, en cualquier revista, en cualquier pantalla y a cualquier hora, a todas las figuras que marcan la pauta social en el país en cuanto a popularidad y fama. Personajes que subastan su dignidad al mejor postor, gentes que venden su intimidad por un cuarto de hora de gloria, figuras cuya gran fama consiste únicamente en haber practicado con asiduidad el engaño, la infidelidad y la mentira, y en saber venderlo a los bobos. Un gran hermano y unos cuantos millones de primos, atrapados por las emocionantes aventuras de seis individuos encerrados entre cuatro paredes; un torrente de mal gusto, verdadero monumento al feísmo y la horterada. Profesionales del descaro, la desvergüenza y las andanzas por los platós, embolsándose sus buenos euros, que en definitiva es lo único que se busca. Se silencia al que habla a la inteligencia, por favor, no moleste, que eso no motiva a la masa y por tanto no da dinero. Aquí sólo importa fomentar el culto a lo más instintivo del ser humano. Evidentemente, entre un pensador que trate de darnos una respuesta a alguna de las incógnitas de la vida y alguien que tiene por ocupación el andar saltando de cama en cama, no hay color. Ni siquiera cabe plantearlo.
No se trata aquí de fijar relación alguna con la moral, aunque solo sea para no dar opción a que alguien venga con el consabido argumento de la relatividad de ese concepto, pero lo que no cabe perdonar es que sea un atentado contra la estética. Fíjense en la series de algunas cadenas, en el tono grosero del habla de sus personajes, en su vocabulario barriobajero y en la absoluta pobreza de la expresión verbal, como si los guionistas provinieran todos de algún suburbio degradado y no conocieran otro lenguaje. Se habla como en la calle, dirán. Puede, pero también puede que en la calle se hable como se fomenta desde allí. La esencia de la vulgaridad, dice Ruskin, radica en la falta de sensibilidad. La ordinariez es una forma de agresión, y a lo mejor se trata de eso, de ser agresivos, porque la trasgresión vende más que la corrección. Pues cada paso atrás que demos en lo relacionado con el buen gusto es una pequeña abdicación de nuestra condición de seres creativos, un retroceso en ese largo camino hacia algún ideal de belleza que la humanidad ha perseguido desde siempre. O acaso sea que, como confesaba Petrarca, es tan grande nuestro miedo a encontrarnos solos que buscamos refugio en la vulgaridad. En todo caso, ahí están los libros. Los buenos, claro.

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