miércoles, 16 de marzo de 2016

El cambio que nos lleva

Quizá sea en este inofensivo pasar de las estaciones donde más se nos note nuestra debilidad ante el tiempo. Fin de invierno ya y comienzo otra vez de la primavera, el marcapasos más inadvertido y más traicionero de todos los que nos han puesto en el escenario para recordarnos el ritmo al que avanza la función. El reloj de arena que se nos entrega a cada uno cuando nacemos no agota jamás su pila. Cuatro granos tan sólo al año, pero que caen cogiéndonos desprevenidos y obligándonos, como si fuera una eterna novedad, a la sorpresa. Cuatro pasos de la gran aguja que, encima, nos seducen. La alegría de la primavera tras el frío sueño del invierno, la plenitud del verano, la hermosa melancolía del otoño y de nuevo el silencio invernal. Cada uno con sus propias armas de sugestión, como si quisieran que no advirtiésemos la huida hacia adelante del tiempo y su callado trabajo en nuestro daño. Azadas son la hora y el momento, según Quevedo. Con la edad más nos van pareciendo excavadoras.
Somos seres de la naturaleza, no hay duda, y no tenemos otro espejo en el que reflejar nuestras pobres ideas. Amamos la alegoría y la buscamos donde sabemos que siempre se encuentra. Cuántas veces se habrá comparado este ciclo anual con el de la vida humana: la infancia, la juventud, la madurez y la vejez. Parece como si el hombre hubiera necesitado siempre tener una referencia ajena a su condición, pero dentro de lo creado, para saber a qué puede atenerse en lo que respecta al ciclo de su existencia, quizá porque de lo único de que está absolutamente seguro es de que no es una excepción. En su continuo no saber, busca una posible respuesta en la imagen que proyectan los ciclos naturales, aunque sabe que va a seguir sin saber. Vivo y no sé cuánto; ando y no sé a dónde; muero y no sé cuándo; me admiro de estar tan alegre, puede leerse en un antiguo poema alemán. Cien tratados de filosofía no explicarían con más intensidad el desamparo del hombre ante el porqué de su existencia.
En su eterna función de asidero de nuestras escasas certezas, pasan las estaciones con su tópico valor de metáfora de la vida, renovada cada año. Mejor no pensar que, en realidad, todo se debe a una simple inclinación del eje de rotación de este planeta torcido y que, sólo unos grados más, y todo habría sido radicalmente distinto. Que incluso así, en otras latitudes los ciclos adquieren un ritmo muy diferente y, al menos para nosotros, menos indicativos de la metáfora. Ahora que están asomando las margaritas en los prados y las yemas en las ramas de los árboles y comienzan a oírse ya los trinos de los pájaros primerizos, mejor no pensar en eso, porque sería entrar en la cruda racionalidad y abandonar el ámbito amparador del misterio. Mejor pensar con mansa resignación que las nubes blancas de la primavera seguirán pasando sin volver jamás, y se nublarán también los cielos despejados del verano y se irán luego los vientos del otoño. Y que cuando llegue el invierno, el de verdad, ese que no tiene primavera, sepamos aceptar su aliento helado con la naturalidad del que se ha preocupado de esperarlo.

1 comentario:

Unknown dijo...

Que bonitas palabras. Una reflexión preciosa