miércoles, 24 de febrero de 2016

Comienzo de trayecto

Aun a riesgo de quebrar algún posible código no escrito sobre el pudor acerca de lo propio, siento la necesidad de insistir en que he publicado otra novela. Su título, El entierro de Lucas, quizá sea lo de menos; más que el género y el nombre lo que cuenta es esa sensación gozosa e intransmisible que se siente ante el hecho de tener por fin entre las manos el rostro final de algo larga y fatigosamente gestado, que durante muchos meses se ha adueñado como un tirano de nuestros pensamientos, voraz y egoísta con todo lo que no le sirviera. Esa necesidad de proclamarlo, más que con severos juicios y acusaciones de infantilismo, ha de verse como el suspiro aliviado de quien al fin se libera de una punzada hundida en el centro del reducido mundo de sus ideas. Y si no, al menos como un simple desahogo de débil escribidor.
Sé que el mundo no la está echando en falta; sé que al final no será más que una insignificante gota en el inmenso torrente de títulos que salen a las librerías cada día, y sé también que tendría suerte si llegara siquiera a una milésima parte de quienes tienen la lectura como hábito, pero eso es un capítulo totalmente ajeno a ella y al esfuerzo que la creó. Aquí la mies es poca y los obreros muchos, y el Olimpo un lugar de escasa capacidad, y además, qué importa. Gocemos ahora con el ramo prendido al folio final.
Han sido varios meses de largo hermanamiento. Las obras se nutren de la sustancia de su autor y crecen pimpantes y egoístas sin ninguna consideración y sin piedad alguna, hasta agotar la matriz de donde nacen. He sido un poco Lucas y le he acompañado en su angustiada peripecia, y me he llegado a enamorar de Olga viendo la fortaleza de su debilidad. Y en todo este tiempo de trasvase -qué otra cosa es una novela-, qué trabajar más inseguro. Cuántas ideas rechazadas después de la primera impresión de acierto; cuántas intuiciones examinadas; cuántos intentos por encontrar algún significado escondido en las palabras; cuánta obsesión por exprimir hasta la posibilidad más árida. De eso y del temor a que pasara de largo, sin verla, la más pequeña idea aprovechable, estuvo hecho gran parte de este tiempo. Son las penas comunes de todo trabajo en el que uno se empeña en crear cosas de la nada. Y parecen ser bien asumidas, porque no son los escritores gentes que suelan quejarse, como no sea de sus propias limitaciones. En general, han mantenido siempre una especie de fino pudor ante la exhibición pública de sus esfuerzos, por grandes que se adivinen. A veces podemos intuir su alegría o su satisfacción; otras, las más, hay que acudir a los diarios y a las cartas íntimas para penetrar en el momento de la gestación. Incluso aquel amargo lamento de Toni Morrison suena como una declaración de impotencia o quizá de solicitud de comprensión: "Sólo dispongo de veintiséis letras; no tengo color ni sonido, sólo mi ingenio".
Lucas y Olga comienzan desde hoy una andadura bastante más difícil que la otra, pero ya no están bajo mi tutela. Cuento ahora con el acto creativo de la lectura, ese ejercicio de imaginación que presta ropaje, sentimiento y color a las palabras muertas de la página, y en ello juega el autor muchas de sus ilusiones.

1 comentario:

Anónimo dijo...

El esfuerzo sería ímprobo,pero el resultado es sublime.Quien tiene el don de escribir este libro debería verse recompensado con miles de GRACIAS.

Es lo mejor que he leído en muchos años,y leo por miles.

Enhorabuena y muchas gracias.

Mónica