miércoles, 23 de marzo de 2016

Semana de pausa

Este alto en el camino, a media distancia entre la frialdad del invierno y la cálida alegría del verano, viene a resultar el final del largo declive de la vitalidad y las ilusiones que nos han dejado los días cortos y oscuros, y el comienzo de un tiempo nuevo en el que rebrotan los anhelos y las esperanzas. Fin del letargo invernal y principio de otro renacer; el paso del equinoccio, revestido de significado espiritual como un rito iniciático. Y con él, la gozosa posibilidad de aprovechar la ralentización convencional de la actividad para entregarse al ocio. Sobre este momento medianero y con carácter de hito divisionario se sitúa en nuestro ámbito cultural occidental la Semana Santa.
La Semana Santa supone la culminación del ciclo litúrgico cristiano, que se había iniciado en Adviento, y es también, y ha sido siempre, la ocasión máxima de la manifestación de la piedad popular. Será porque somos hijos del dolor y la muerte siempre es mayor motivo de meditación que un nacimiento, y las lágrimas que la risa. Lo cierto es que, frente a la alegre ligereza de la Navidad, la ostentación de las imágenes de la Pasión convoca en nuestras calles a multitud de gentes, movidas unas por la simple contemplación del espectáculo y otras muchas por una devoción auténtica, elemental, sincera, acrítica, salpicada de folclore y de hondura espiritual, y que lo mismo propicia desgarros emocionales ante el paso de una Dolorosa que la meditación honda y callada ante unas escenas que encarnan el recuerdo del dolor y la muerte como única evidencia que nos ha sido dada. Aparatosas y grandilocuentes, con un punto de excesivas, en el sur; más recogidas y calladas en tierras castellanas, pero todas como la expresión de algo sin lo que, para muchos, sería ininteligible el ciclo anual de sus sentimientos. España es el único país europeo que convierte su tradición religiosa y sus creencias en una manifestación pública; hace de ellas una explosión colectiva sin recato ni reservas. En la exhibición de sus mejores imágenes desfilando a paso lento entre la multitud que las contempla entre la emoción y la curiosidad, hay una declaración de fidelidad a la fe que ha configurado su identidad a lo largo de los siglos. Los que pretenden arrancarlas de la vida pública tendrán que emplear argumentos con una gran fuerza de convencimiento.
Hace ya mucho que la Semana Santa se ha convertido en un período de segundas vacaciones, aunque breves; un tiempo de salida en masa hacia todos los destinos, para gozo de hosteleros y agencias de viajes, y, al mismo tiempo, una bendita pausa en el agitado discurrir de la vida política que nos permite descansar de tanta batahola mediática como nos abruma. Es también un reflejo de la verdadera vitalidad de la sociedad de un país, de los afanes y proyectos de sus habitantes, de sus hábitos y preferencias y, en no menor medida, de una aproximación más certera a la situación real de su economía. Catorce millones de desplazamientos y los hoteles al máximo de ocupación no son el signo de una nación en crisis agónica, por más que televisiones sextas y cuartas se empeñen en presentarla así a todas horas. El pulso real del país está ahí.

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