miércoles, 9 de marzo de 2016

Sus señorías

Como en los antiguos espectáculos teatrales, que necesitaban de un entremés para rellenar los largos momentos entre actos, hemos tenido estos días el espectáculo doble, y doblemente fallido, del intento de investidura de un candidato a presidente. No debería llamarlo espectáculo, pero es lo que fue: un desfile de actitudes y gestos estudiados, de indumentarias poco frecuentes en tal escenario, de infantiles llamadas de atención y de alguna exhibición atrabiliaria de un recién llegado, que, seguramente para dignificar aún más el noble concepto de parlamentarismo, se dedica a repartir besos de amor a sus compañeros de cofradía. Se ve que es un producto televisivo y creyó que el Congreso era otro plató. Pero sobre todo fue un desfile de lo más representativo de la clase política de todos los tiempos y latitudes: de egos y ambiciones, de alianzas extrañas, de frases pensadas para herir, de los eternos tópicos envueltos en palabras que, de tan repetidas, suenan ya a nada. Dos de ellas son las favoritas de los aspirantes, que las usan como un abracadabra mágico que da vida a sus programas: cambio y progreso. Un trampantojo más, esta vez con la semántica. Cambiar es alterar la situación de algo, pero en cualquier sentido; no es un término positivo ni negativo, porque todo depende de a qué nueva situación se cambie. Progresar es ir hacia adelante, y tampoco implica que sea para mejorar; el que está al borde de un precipicio hará bien en no avanzar más. Lo peor, sin embargo, no es la torsión del lenguaje, sino de los conceptos; llamar, por ejemplo, progresismo a volver a situaciones ya superadas por la propia lógica de la Historia o a instalaciones mentales o morales cuya modernidad brilló y se apagó hace ya varios siglos podría entrar dentro del grupo de las falacias "ad nauseam", tan empleadas siempre por los políticos de todos los lugares.
Decir política equivale a decir ciencia de lo mudable, de lo relativo y contingente, y eso sí que queda evidente en todos los actos de esta índole en los que se trata de alcanzar el poder. Los arrumacos cambian de destinatario ante cualquier guiño insinuante, se matizan las ideas que eran inconmovibles, las afirmaciones rotundas se transforman en lo contrario a base de retorcer la sintaxis, lo que eran promesas firmes adquieren ahora carácter condicional, y el ciudadano tiene que hacer un ejercicio de simplificación si quiere vislumbrar por dónde fue su voto. En definitiva, desfilaron dos conceptos de la política y cuatro señorías que los encarnan a su manera. Pero, de los apartados del poder, uno, el económico, nos lo van a controlar desde fuera, así que sólo queda el que realmente nos importa: el que se refiere a los valores éticos, al fortalecimiento de la conciencia nacional, a la educación de nuestros hijos, a la enseñanza de los valores esenciales y al respeto a la libertad individual. Ahí nos la jugamos.
Sin duda la democracia es el mejor de los sistemas políticos conocidos, pero sigue siendo malo. A la esencia de la verdad le son indiferentes el número y las opiniones de una multitud, en gran parte sin cultura política, a menudo manipulada y siempre sin responsabilidad moral. Sería bueno intentar mejorar sus mecanismos.

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