
El viajero que atraviesa hoy Sierra Morena con la curiosidad del buen caminante, se encuentra con pueblos un tanto singulares, con un aspecto depurado respecto a la tipología de la zona, que dan testimonio del primer fenómeno de inmigración impulsado y dirigido desde el poder político. Mejor que los pase sin prisas. En Guarromán puede endulzar sus trajines con sus afamados hojaldres y, de paso, ver una población geométrica en su trazado y generosa en sus espacios, con un monumento dedicado a los mineros del plomo y dos pequeños bustos de quienes le dieron su ser: un rey y un ministro. Porque este y otros pueblos de esta zona son un producto de un momento dirigista nacido de una necesidad.
El momento fue la Ilustración, y la necesidad la de colonizar estas tierras sin ley para asegurar el camino entre Cádiz y Madrid, por el que pasaba toda la riqueza que venía del Nuevo Mundo. El plan, encomendado por Carlos III a Pablo de Olavide, contemplaba la creación de 44 pueblos y el establecimiento de diez mil colonos extranjeros, en su mayoría procedentes de Centroeuropa, que comenzaron a llegar en 1767 de la mano de un bávaro llamado Thürriegel. La capitalidad de este conjunto, llamado de las Nuevas Poblaciones, se estableció en La Carolina, a la que se dio el nombre del rey. A pesar de las reticencias y de algunas desilusiones personales, el proceso dio sus frutos, de modo que, apenas ocho años después, La Carolina ofrecía el aspecto de un pueblo moderno, creado según los criterios urbanísticos más avanzados: plano en cuadrícula, con calles axiales que facilitaban los movimientos y las perspectivas, plazas circulares y rectangulares sabiamente distribuidas, fachadas uniformes, con jardines delanteros, orden y racionalidad. Al mismo tiempo se crearon industrias y se atrajeron inversiones, sobre todo extranjeras, para el relanzamiento de la actividad minera. En apenas cien años, La Carolina multiplicó por cinco su población; luego, a partir de 1920, comenzó su declive. Hoy cuenta con unos quince mil habitantes, su estructura económica se basa en el olivar y la ganadería, y sigue ofreciendo al visitante su imagen urbana de niña de belleza exótica, a medio camino entre Hipodamo y la vanguardia.
Poco más allá, en el centro de la gran plaza de Santa Elena, otro pueblo de la colonización, Carlos III, en bronce, despide al viajero con la media sonrisa de quien tiene que aguantar el llanto del niño porque le lavan la cara.