miércoles, 3 de febrero de 2016

Una especie dañina

No nos libramos de ellos, porque no se ha librado nadie a lo largo de los siglos, pero hay que ponerles las cosas muy negras. Los corruptos son una especie dañina, muy difícil de erradicar, presente en todo tiempo y lugar y en toda escala y condición. Salen de lo más hondo del pozo de miserias del ser humano, allí donde se alojan las debilidades y las mentiras y donde reina en toda su extensión la ausencia total de ética. No lo olvidemos; ahí estamos todos, solo que el índice de corrupción suele estar en relación directa con el grado de poder de que se disponga, lo cual viene a decir muy poco acerca de la capacidad de la moral humana para poner dique a la ambición. Es muy fácil presumir de honesto cuando no se han tocado los aledaños de los despachos, pero precisamente por eso es más despreciable el que se aprovecha del poder dado para beneficiarse a costa de quienes se lo dieron, o sea, de todos.
A los corruptos suele vérseles entrar en los juzgados con la cabeza alta, gesto desafiante, sonrisa impostada y una mirada de todo esto es un error. Si pueden hablar a los medios ya se sabe lo que van a decir: se trata de un montaje contra mí, tengo ganas de declarar para defenderme, soy el primer interesado en que todo se aclare. Y, entretanto, el dinero en una red endiablada de intermediarios, testaferros, empresas fantasma, cuentas falsas y siempre camino de paraísos fiscales. Menos mal que las unidades policiales especializadas en esta lucha conocen bien las vías que suelen seguir y los escondrijos a hurgar.
El corrupto es un tipo mediocre, en el que el entendimiento queda nublado por el afán de riqueza y por una absurda e injustificable fe en sus manejos. Presenta siempre unos rasgos fijos: una presencia respetable que no permite entrever sus intenciones, una falta total de escrúpulos, una voracidad sin fin, y, sobre, todo, un convencimiento de que a él es imposible cazarlo porque es el más listo de todos, y de que, en todo caso, su nombre y su posición social lo impedirían. Vanitas vanitatis. Una vanidad que suele ser su perdición. Vanidad y ambición, mala mezcla, porque aun en el caso de que se haga lo posible para que la riqueza pase desapercibida, no puede esquivarse un cierto aire de triunfador ni el reflejo que se crea al aprovecharse de ella.
La siniestra figura del corrupto aparece en todos los partidos, al margen de la ideología y del sistema político y, como los malos bichos, no es fácil de erradicar, porque resulta difícil quitarle al poder su fuerza corruptora. Cabe la defensa activa: establecer filtros de acceso al ejercicio de la cosa pública, fortalecer los mecanismos de vigilancia y control del dinero y, una vez condenados, la aplicación más dura de la ley, con la devolución sin ninguna excusa de lo robado. En los últimos tiempos sus rostros se han hecho tristemente famosos, especialmente en algunos medios, pero evitemos nuestra tendencia a chapotear en el fango. No somos, ni mucho menos, los más corruptos; estamos en un discreto puesto 36 de limpieza en un listado de 168 países. Pero un solo caso bastaría para preocuparnos como sociedad. En la corrupción está el germen de enfermedades más graves.

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