Sé que el mundo no la está echando en falta; sé que al final no será más que una insignificante gota en el inmenso torrente de títulos que salen a las librerías cada día, y sé también que tendría suerte si llegara siquiera a una milésima parte de quienes tienen la lectura como hábito, pero eso es un capítulo totalmente ajeno a ella y al esfuerzo que la creó. Aquí la mies es poca y los obreros muchos, y el Olimpo un lugar de escasa capacidad, y además, qué importa. Gocemos ahora con el ramo prendido al folio final.
Han sido varios meses de largo hermanamiento. Las obras se nutren de la sustancia de su autor y crecen pimpantes y egoístas sin ninguna consideración y sin piedad alguna, hasta agotar la matriz de donde nacen. He sido un poco Lucas y le he acompañado en su angustiada peripecia, y me he llegado a enamorar de Olga viendo la fortaleza de su debilidad. Y en todo este tiempo de trasvase -qué otra cosa es una novela-, qué trabajar más inseguro. Cuántas ideas rechazadas después de la primera impresión de acierto; cuántas intuiciones examinadas; cuántos intentos por encontrar algún significado escondido en las palabras; cuánta obsesión por exprimir hasta la posibilidad más árida. De eso y del temor a que pasara de largo, sin verla, la más pequeña idea aprovechable, estuvo hecho gran parte de este tiempo. Son las penas comunes de todo trabajo en el que uno se empeña en crear cosas de la nada. Y parecen ser bien asumidas, porque no son los escritores gentes que suelan quejarse, como no sea de sus propias limitaciones. En general, han mantenido siempre una especie de fino pudor ante la exhibición pública de sus esfuerzos, por grandes que se adivinen. A veces podemos intuir su alegría o su satisfacción; otras, las más, hay que acudir a los diarios y a las cartas íntimas para penetrar en el momento de la gestación. Incluso aquel amargo lamento de Toni Morrison suena como una declaración de impotencia o quizá de solicitud de comprensión: "Sólo dispongo de veintiséis letras; no tengo color ni sonido, sólo mi ingenio".
Lucas y Olga comienzan desde hoy una andadura bastante más difícil que la otra, pero ya no están bajo mi tutela. Cuento ahora con el acto creativo de la lectura, ese ejercicio de imaginación que presta ropaje, sentimiento y color a las palabras muertas de la página, y en ello juega el autor muchas de sus ilusiones.