miércoles, 1 de julio de 2015

Indefensos

Nos tienen acongojados y preguntándonos cuándo y cuál va a ser el próximo escenario del horror al que vamos a asistir. Se ríen de nuestro miedo, juegan con él, se burlan de nuestra incapacidad para tomar decisiones unitarias y firmes contra ellos. Se aprovechan de nuestras leyes para tratar de destruirlas e imponernos las suyas; saben de nuestra debilidad moral y de nuestra falta de vigor espiritual y nos muestran el suyo sin contemplaciones, a sangre y fuego. Nuestras respuestas deben de causarles un regocijado asombro; van desde las políticas, esas de “la unidad de los demócratas derrotará a los terroristas”, a las candorosamente angelicales. Una señora iraní, Shirin Ebadi, uno de esos premios Nobel de la Paz que no se sabe muy bien a qué razones efectivas responde, tiene la solución: “A los del Estado Islámico no hay que lanzarles bombas; hay que bombardearles con libros”. Buenas armas, son, desde luego, pero, a diferencia de las otras, estas son armas que requieren una voluntad de aceptación. Su debilidad y su grandeza estriban en que necesitan una libre disposición del entendimiento y en que, por tanto, son fácilmente rechazables. Poco efecto iban a hacer en quienes declaran que no ha de haber más lectura que la del libro santo inspirado por Alá, y que todos los demás deberían ser destruidos. Como dice un personaje de Esquilo, el que teme a los dioses es temible. Ellos temen al suyo hasta la irracionalidad, y esto los hace inmunes a las armas de las ideas y de las palabras y de todas las que no sean las mismas que ellos usan.
Golpean a Occidente y a los propios creyentes de Alá que no aceptan la lectura literal de aquellas suras del Corán donde se leen aleyas como estas: “Matad a los infieles dondequiera que los encontréis”. “No sois vosotros quienes los matáis, sino Alá”. Todos los estados que no admitan esta interpretación salafista del libro serán objeto de su acción salvadora. No respetan ni los vestigios del pasado ni ninguna creación del hombre por sublime que sea, ni siquiera sus propios sentimientos, esos que siempre creímos que podían encontrarse en lo más profundo de todos los corazones humanos.
Europa asiste perpleja y desorientada al ataque de este nuevo enemigo, tan temible como poco convencional. No debe de ser casualidad que la ofensiva de los nuevos bárbaros coincida con esta etapa de relativismo en que nos hemos instalado, un tiempo de postración moral y espiritual en el que la indiferencia y el desprecio a lo propio son los valores de moda. Europa, que dio tantas respuestas a la humanidad y que ahora está vacía de certezas, avergonzada de su historia, acomplejada por sus logros, en perpetua petición de disculpas por haber alumbrado la civilización más evolucionada, libre y justa de toda la historia. En su afán por minimizar su pasado relativiza en su presente cualquier referencia a él, por trascendente que haya sido; el único orgullo del que ahora alardea por las calles con entusiasmo es el de la bandera del arco iris. Qué distinto de aquel lema que se podía leer en algunas manifestaciones durante las revueltas árabes: “Lleva la cabeza bien alta; eres musulmán”. Tienen mejores armas que nosotros.

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