miércoles, 22 de julio de 2015

Alegrías veraniegas

No parece que escarmentemos en esto de los conciertos de verano por muchos números rojos que nos ofrezcan. Ya se sabe que lo que se va en alegrías, salvo, claro está, para los que no las gozan, se va en buena hora y sin pena, pero, así todo, cabe pensar que tal vez sean demasiadas alegrías para un cuerpo tan flaco. Ahora que aún suenan los ecos del último fiasco espectacular, nunca mejor dicho, de dos cantantes de esos que se llevan todos los superlativos absolutos y excluyentes, a uno le da por ponerse aguafiestas, qué se va a hacer, y a pensar y decir algunas cosas desde su humilde óptica y su visión de pobre ignorante de estos asuntos. Eso sí, sin acritud, y confesando de antemano que, en cuanto a belleza y condición de agradable, tiene al rock a la misma altura que el cólico nefrítico.
El caso es que, desde hace unos cuantos años, en este pequeño país llamado Asturias han tenido cabida y pingüe acomodo contractual casi todos los dioses del pop, beat, heavy, rock, folk, rap, funky y blue que en el olimpo del ritmo son. Según voz común, los más grandes, los más famosos, los más caros. Unos han venido llamados por Gijón y otros por Oviedo, como si ambas ciudades se hubieran enzarzado en una carrera de tú a mí no me ganas. Y entre todos se han llevado de Asturias unos cuantos millones de euros. Y todo ¿para qué? Pues no lo sé muy bien, pero supongo que para no mucho. Se dice que atraen a visitantes que dejan aquí sus buenos billetes, pero eso suena más bien a débil pretexto; que vengan unos cuantos forasteros al concierto y se vayan al día siguiente, de poco sirve. Se habla también de su efecto como difusor del nombre de la ciudad, del valor de la publicidad obtenida o de la necesidad de ponerse de largo ante el mundo, pero nadie ha pensado en que tal vez el efecto conseguido sea justamente el opuesto. Hace pocos años, en otra ocasión similar, una revista americana que se ocupa de estas cosas se preguntaba dónde estaba y quién era una región llamada Asturias, y qué nivel de vida había de tener para permitirse hacer lo que muy pocas grandes capitales se permitían. Es de desear que no les dé por venir a conocerla, porque si se encuentran con la realidad de nuestros indicadores económicos, con nuestro índice de paro, nuestra profunda crisis de perspectivas y con el puesto que ocupamos dentro del conjunto de España, tal vez se echarían las manos a la cabeza sin comprender nada.
Un millón de euros, dicen, ha costado la presencia en Gijón de los dos últimos astros, puede que más, porque en esto de las cifras nunca existe información del todo fiable. Uno piensa que más de una necesidad cubierta tendríamos ahora con ese dinero. Más de una ilusión satisfecha en algún sitio, más de algún modo de entretener el ocio de nuestros jóvenes durante más de dos horas, más de un proyecto convertido en realidad con ese dinero que escapó de Gijón y ahora reposa en las cuentas de unos cuantos señores en los bancos de Londres o Suiza. Vendrán los políticos y llamarán a esto demagogia, pero les aseguro que no quiere serlo, que no es más que el deseo de hacer unas preguntas sin esperanza de que nadie se digne contestarlas. A lo mejor es que nadie sabe.

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