miércoles, 6 de mayo de 2015

La madre

De vez en cuando la actualidad, aun sin perder del todo su eterna cara hosca, se digna hacernos algún guiño simpático y nos trae imágenes refrescantes que se nos presentan como evocaciones. Las vemos y nos damos cuenta de que ya resultan sorprendentes, ellas, que constituyeron una de las bases de la formación de tantas generaciones de ciudadanos, que, por cierto, no salieron muy mal formados. Tanto hemos cambiado que ahora son noticia de primera plana. Esa madre que saca a su hijo a pescozones de una manifestación violenta se ha convertido, sin pretenderlo, en el símbolo del coraje de quien no vacila en desafiar las conveniencias actuales, ni siquiera el peligro físico, por el amor a su hijo. Porque es eso, amor. Cuando se bordea el abismo y el diálogo se vuelve inútil, es ese mismo amor el que impulsa a remedios más contundentes. “Prefiero que llores tú un poco ahora que llorar yo el resto de mi vida”, ha oído alguno de nosotros como frase maternal, al menos antes. Bien por usted, señora. En el Día de la Madre lo ha sido usted ante el mundo entero. Seguramente con su gesto ha hecho más por enderezar a su hijo que mil discursos buenistas. Cuente con la sonrisa de complicidad de muchos de nosotros, pero no descarte que alguna asociación de educadores progres la denuncie por maltratadora y plantee a algún juez todavía más progre quitarle la custodia de su hijo.
La figura de la madre ha sido tratada muchas veces en un envoltorio rayano en lo cursi, con palabras edulcoradas y tono dulzón, casi siempre haciendo referencia a los conceptos más elevados. Se han cantado sus virtudes hasta convertirlas en proverbiales: el amor desinteresado, la abnegación, el sacrificio, la renuncia, el dar todo y pedir nada. Poemas, novelas y canciones la han sublimado hasta las alturas de la perfección conceptual; en todas las religiones se han hecho equivalencias celestiales de su figura. La madre, mito y realidad gozosa. En su naturaleza de mujer se aposenta una capacidad infinita de sentimiento primario que, traducido en amor, sostiene nuestra existencia cuando más lo necesitamos. Y en la consumación de su vocación, una entrega sin condiciones que sólo aspira a tener la recompensa en el resultado de su sacrificio. Es decir, la exigencia de ser fuerte. Es la respuesta que la Yerma lorquiana dio a quien se quejaba de que con los hijos se sufre mucho: “Eso lo dicen las madres débiles. Tener un hijo no es tener un ramo de rosas. Hemos de sufrir para verlos crecer”.
Cuando a la condición de mujer se añade la de madre nos damos cuenta del largo tiempo de sacrificios que han tenido que vivir. Hoy, cuando afortunadamente la técnica ha venido en su ayuda, los problemas pueden venir quizá de la infravaloración social. Que no sea así. Lo que el vendaval de las ideas no ha podido llevarse es la de que educar a un hijo, hacer que tenga siempre cercana la mano que puede secar sus lágrimas, consumar la vocación de madre quien la tenga como parte inalienable de sí misma, es mucho más importante que cualquier otra actividad que esta vida a la que hemos abocado nos imponga, aunque nos resulte necesaria para poder sobrellevarla.

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